Sé muy bien que a pocos les interesa la descripción de una tierra y unas personas a las que ni siquiera conocen; para mí, contarlo es una justificación para decir muchas cosas, cosas que no me gustaría que se quedasen en el tintero, porque de aquella realidad, ataña a quien ataña, se pueden extraer muchas lecciones de existencia.
No ha pasado tanto tiempo, pero…¡cómo ha cambiado todo, Dios mío!. Aunque no conozcáis esa tierra conoceréis otra, los protagonistas siempre son los mismos y el que escribe puedes ser tú. Tómalo como si fueses tú el que lo escribió, tú, al que, a lo mejor ni siquiera conozco, intenta sentirlo y hacerlo tuyo, escribo con toda la candidez de que dispongo, y para cualquiera que se digne llegar hasta mi texto, ya veis que se están espaciando los escritos, tenéis que saber que este trabajo deseo hacerlo imbuido de todo el cariño posible. Vaya para todos, con mis mejores deseos de que os agrade.
Hace poco se me vino a la cabeza una idea que me pareció «nutritiva». Encontrándose mi mama Loro entre nosotros, por Navidad, y al calor de un buen fuego, la puse a ver una película, para mi, «fetiche». De mis preferidas: «Novecento«. Nunca antes se me habría pasado por la cabeza que, a lo mejor, pudiera gustarle a ella, mi madre. Novecento es una de las obras maestras del genial Bertolucci, en la que se puede disfrutar de un gran Burt Lancaster, los jovencísimos Robert de Niro, Gerard Depardieu, Donald Sutherland, Andrea Magnani y un largo etcétera, donde caben, incluso, paisanos de la zona en la que se rodó, como actores y secundarios improvisados . Todos conforman, ayudados de sus geniales interpretaciones, la , para mí, película emblemática y necesaria, tanto para volver a ver de vez en cuando, como para difundir, y más en estos momentos de profundos cambios globales.
Supongo que el pretexto del film, de alguna manera, aparte de documento histórico denunciante de aquella sociedad profundamente injusta, situación que la película trata muy extensamente, es hacer propaganda del partido comunista, en ese caso el Italiano, aunque ya sabeis que las ideologías que sirven para todos, y cualquier moral «global» que se quiera imponer a un miembro de nuestra especie, me repelen por considerarlas yo contrarias a la naturaleza del ser humano, su dignidad sagrada y su esencial libertad absoluta.
Todo el equipo, en una maravillosa producción, nos disecciona una vida social que creíamos pasada y bien pasada, hasta que cualquiera se puede dar cuenta de que, en el mundo actual, nos encontramos encajonados en una realidad muy parecida a la de 1900, esa , tan bien descrita en «Novecento«. La última escena, que comienza cuando el patrón se acuesta, atravesado sobre las vías del tren, con la intención de suicidarse, termina, tras el paso del tren de provincias, con el mismo patrón, niño de nuevo, tumbado entre las vías, vivo, bien vivo, y tapándose los ojos para que la carbonilla no se le meta, vuelta a una de las primeras escenas. Todo vuelve a empezar, todo se repite, como en un rutinario ciclo.
Película intensa, muy fuerte, iniciática, nos hace tomar conciencia de los abusos de castas. Nunca pensé que podría tener tan interesante lectura en esta crisis que arrastramos desde el 2007. Estableciendo un riguroso parangón, los patronos (grande De Niro), en la película, vendrían a ser , en la actualidad, las grandes corporaciones y las financieras globales, sólo que ahora no tienen «cabeza visible» porque son como telas inmensas de mortales, parásitas y vampiras arañas negras extendidas por todo el mundo. El equivalente a los fascistas (Donald Sutherland, insuperable) son los políticos de todos los países y las fuerzas del orden público, fieles perros guardianes de todos los intereses de esas arañas negras, comprados con todo el dinero que haga falta y absolutamente maniatados por ellas, a base de miles de contratos y tratados leoninos, con millones de cláusulas «inviolables», reprimiendo al pueblo sano (maravilloso Depardieu). El personaje enternecedor de Ada (maravillosa Dominique Sanda), es el único, cercano a la patronal que se da cuenta de todo, empatiza con los que sufren, termina alcohólica y huyendo de aquella abominable sarta de episodios violentos. Los fascistas cometiendo tropelías para poder culpar a los comunistas….Todo fresco, para degustar. Bien es verdad que en los tiempos que corren todo es diferente, como más descafeinado, pero en el fondo la estructura sigue siendo la misma y el arquetipo de patrono y obrero, que pasan la vida entera peleándose y a la vez, necesitándose, se repite y repite.
Una alegoría de tamaño monstruoso sobre la capacidad que tienen el dinero y el poder para corromper a las personas. No quiero legar un mundo así a mis hijos. No quiero nunca más ninguna persona esclava sobre la Tierra. Para los que se atrevan a verla…dura cinco horas pero se hacen cortas. Y lo que pasa en esa película es lo que lleva pasando siglos en la historia de la Humanidad. Si os apetece, sobrevolad la simbología política. Las izquierdas y las derechas de las que se hablan, hace muchas decenas de años que no existen, aunque muchos no se hayan quitado la venda del conformismo. Hoy todo ha cambiado, pero el gran cuadro de abusos por jerarquía y afanosos de poder, es tan actual como la Globalización miserable, ese intragable montaje diseñado cuidadosamente para exclusivo beneficio de pocas personas, y que cada vez menos gente buena se sigue creyendo.
No me equivoqué, respecto a mi madre. Toda la primera parte de la película le recordaba a su infancia y se lo pasó como una enana. La gran extensión de terreno, la casa de los dueños, las residencias en alegre promiscuidad de todas las familias de los braceros, los animales, las actividades del campo, las reuniones de la gente, colindantes al palacete de los dueños, sus comidas y sus fiestas, tan…diferentes.
Mi madre, la hija de Manuel Loro pasó toda su infancia en la casa de una finca . La finca se llamaba Valdepalacios y su padre era el capataz. Abuelo Manuel se había casado con Catalina Abril, la hija de Madre Inés, famosa Madre Inés de la que se sigue hablando con tanto cariño en nuestra familia «Carrendilla«. Eso de «Carrendilla» vino como mote, porque uno de ellos, cuando había que acudir a algún sitio lejano (creo que el sitio era la «Olivilla»), decía que no había problema, porque él podía hacerlo de una «carrendilla», y con «Carrendilla» se quedó la familia per saecula saeculorum.
Manuel Loro recibió la bendición de su suegro para casarse con su hija Catalina junto con una súplica: que velase por el hermano pequeño de ésta, José, porque parece ser que los otros «Carrendillas», mayores que él, y con los que andaba bregando, la habían tomado en su contra y lo trataban …como una especie de chivo expiatorio. El padre tenía miedo…hasta de la integridad física de su retoño. Ni que decir tiene, que Manuel Loro aceptó la condición de mil amores y se casó con mi abuela formando una pareja en la que ella, que era bien salá, chiquinina y arriscá, llevaba de su brazo al hombre más alto del pueblo. Me gustó siempre imaginármelos de paseo, debía parecer que mi abuela iba como agarrada a la barra del metro. Me han contado que si Catalina barruntaba que su Manuel había pasado hacía segundos ante la puerta de Don Paco y la casa de la tia María de la Cancha, salía nerviosa al umbral y miraba hacia el molino, para correr disparada… a saltar entre sus brazos, desde que lo veía racear, al más romántico estilo de película americana. Algunos Carrendillas somos muy cariñosos. De José Abril guardo muy grato recuerdo. Nunca se metía conmigo. La persona que mejor trata a los demás es aquella buena persona que se ha sentido en alguna ocasión mal tratada por alguien. Saben muy bien el daño que se siente.
Pocas mañanas había en las que José no apareciera por nuestra casa para que su hermana Catalina le ofreciera un cafetito. Cuando subía por las escaleras, después de asegurarse de ser oído solamente por mí, decía en alto: «Manolo…¡Jinca el bolo!, ¡Jíncale bien, que viene el tren!». Yo, tierno infante, pensaba que «jincar el bolo» debía ser como agachar la cabeza cuando uno jugaba a «pídola». José siempre llevaba sombrero, traía colgando un «caldo de gallina» de la comisura de los labios, y sufría de accesos de una tos cada vez más aparatosa, el tabaco respeta pocas saludes y perdona pocas vidas. La suya no fue perdonada. Volviendo a cosas más agradables, las letrillas que recuerdo en relación a mi persona son pocas, pero nutritivas:
Manolo: Manolo…Pirolo Manolín, pirulín
Jinca´l bolo, mató a su mujer, Barbas de macho
jíncale bien… la hizo cachinos por bailar con la Juani
…que viene el tren y la puso a vender… se cayó a un charco…
Quién quiere chicha
de mi mujer?….
Aclaración: aparte de la ya comentada, y que sólo escuchaba declamada por tío José, las otras, supongo que se las cantaban a cualquiera, cambiando, pertinentemente, los nombres. Tenían música, la primera de canción infantil, y la segunda de jota, extremeña, por supuesto. Lo de la Juani es por mi niñera.
Manuel Loro estaba al servicio del Marqués de Gorbea. España siempre ha sido tierra de gentes de muy alta alcurnia que se han ido sucediendo, de generación en generación, unos acumulando títulos o propiedades y otros perdiendo poco a poco el dinero de mil formas distintas a causa de guerras, préstamos financieros y tejemanejes especulativos de listos profesionales ávidos de vivir «como los que se ven en las películas de ahora». El Cortijo de Gorbea queda cerca de Valdepalacios, y no resultaba imposible de llevar, cuando el único medio de transporte accesible, era un buen caballo. Encontrándose ambas fincas cerca de Navalvillar de Pela, durante la Guerra Civil, quedaban en zona «roja», o republicana, zona que siempre nos «vendieron» a los de mi generación como «de los malos», cuando….mira tú qué cosa, los malos tenían que ser los otros, los que se levantaron contra el poder Constitucional vigente….pero esa guerra la ganaron los ganadores, y los ganadores escribieron la Historia tal y como les interesó escribirla a ellos, igual que siempre. Manuel Loro, ni corto ni perezoso, siendo vecino de Logrosán (que caía en zona nacional), juntó todos los animales que tenía a su cargo y, montado sobre su caballo, bien ayudado por el fiel personal a su servicio, y es que dotes de mando, carisma y reconocida fama de buena persona, nunca le faltaron, …. puso en marcha el rebaño hacia su pueblo, atravesando el Rio Ruecas, durante mucho tiempo frontera provisional de aquella absurda y malhadada contienda. En algún momento le silbaron unas cuantas balas alrededor, mientras realizaba su proeza, pero ninguna de ellas alcanzó su objetivo y consiguió la heroicidad de pasar todos los animales a la zona «nacional».
Me hablaron, durante mi infancia, tanto, y tan bueno todo, de mi abuelo materno, lo alto, lo grande, lo trabajador que era, su equidad, sentido de la justicia, valor, honestidad, bondad, sentido del humor, ese que, de alguna manera, seguro que he heredado yo, que me gusta contar chistes y reírme con la gente, más que a un tonto un lápiz. Para ejemplarizar, nada como una anécdota: me han contado que había una señora sirviendo en casa, llamada Rosita. Rosita hablaba con “media lengua”, desde el piso de arriba, le gritaba : «¡¡¡Manééé….a taba ´ta ´l puche´o a p´ingue, n´aga´ la´ miga´ con aceite caro!!!!», (traducción de ése ca´túo medialengüino: «Manuel: en la tabla está el puchero de la pringue, no hagas las migas con aceite claro») y el abuelo Manuel, guasón esencial, gritaba a su vez: «¿¿Qué dices, Rosita??», solamente para escuchar de nuevo su media lengua, aún más incomprensible por exasperada…y sonreir de nuevo. A la tercera o cuarta vez, ya se supone que Rosita comprendía.
Me dijeron tantas veces, tantas personas diferentes, lo inmensamente feliz que habría sido Manuel Loro si hubiese conocido al único nieto varón que tuvo, que a mí, sin haberlo visto, mi abuelo materno me ha faltado desde que nací, y siempre he lamentado no haberlo conocido. De hecho ….habiendo muerto él prematuramente, a causa de la evolución tórpida de una «herida rara» de la pierna, y habiéndose casado tiempo después su hija, naturalmente, «de luto”, es que siempre la «persiguió» el luto, cuando nació el primer y único hijo del matrimonio, es decir: el que suscribe, lo bautizaron Manuel, como si yo llegara del más allá para tapar el hueco de aquella inmensa persona que tanto me ensalzaron. Conste que a mí no me molesta, en absoluto, llamarme así, y que considero un honor llevar a mi abuelo incrustado en el nombre. Lo de “Loro” ya no lo agradezco tanto, porque, más tarde, en el internado, fue el nombre de batalla que me pusieron, y motivo de chanza, befa, mofa y escarnio….¿cómo no?, los niños y los adolescentes tienen una empatía parecida a la de un bocata´ calamares, nunca comprendí muy bien por qué, pero creo que enlaza lejanamente con la auténtica raíz de un mal que aqueja a toda la Humanidad.
Con el tiempo, mediando muchos esfuerzos y privaciones, Manuel Loro compró, para él y su familia, una finca situada entre Logrosán, Zorita y Madrigalejo: la Villalba de Arriba, pagando a unos cuantos familiares «Carrendillas», que la llevaban en comunidad, su parte. Dehesa que conocí con tupido bosque de encinas, monte propiedad de «Las Piojosas», es que la tierra podía pertenecer a un propietario y los árboles a otro. Mi padre compró mucho más tarde ese monte y cortó bastantes encinas para poder explotar la finca con más ovejas. la Villalba se encuentra a dieciocho kilómetros de Logrosán, el trayecto siempre se hizo andando, a lomo de animales o en carro…los niños que hayan viajado en carro tirado por bueyes u otro tipo de animal «tractor», y yo he tenido esa increíble suerte, deben atesorar la sensación como un recuerdo de otro mundo, otra época, otra manera más lenta de sentir cómo discurre el tiempo y otra forma de pensar…más natural, aunque la incomodidad, por supuesto, estaba servida. Regularmente, la señora Leo cogía su burrita y acudía a Logrosán a hacer recados. La señora Leo era la mujer de Lengo, el guarda. Un día, el señor Lengo me hizo leerle durante una media hora, al lado de la cerca de los bueyes, el prospecto de un raticida: el «Raticida Ibis 152». Lo sé tan bien, porque «Raticida Ibis 152» se repetía como cien veces en el escrito. Vivían en la Villalba, pero no en la casa, ni en la de arriba, ni en la de abajo, ahora desafectada y en ruinas, sino en un chozo grande y hermosísimo cerca del camino para «el Aguijón» y que, incluso, tenía un murete de mampostería en su base. Tenían un gato grande que se llamaba «Poliedro». En aquel chozo el suelo era la tierra pelada y compacta, se respiraba serenidad, equilibrio, tranquilidad, limpieza, orden, era fresco, si a algo, en el tórrido verano extremeño, y en el horno que se puede imaginar esa finca, se puede considerar «fresco», y en el invierno siempre estaba calentito, porque leña no era, precisamente, lo que faltaba.
El encargado de la finca era Francisco, el hijo del tío Eugenio Canas y la tía María «Negra» dos personas entrañables, ella con una voz que bien pudiera haber brillado con fuerte luz en todas las óperas del mundo, y él, una de las mejores personas que he conocido. Francisco Canas se había casado con la señora Juana («la Peleña») y tenía dos hijos con los que, en mi infancia, cuando he pasado siempre en verano unos días allá, he jugado a todo lo jugable, y pasado de todo lo pasable: Eugenio y Kiko. Los braceros nos hacían pelearnos a Eugenio y a mí tirados por el suelo cuando éramos muy niños. En el argot popular lo llamaban echar un «baque», y es castellano crudo, sinónimo de «batacazo». Me duraron poco las ansias de pelearme con otros niños. Siempre perdía yo, que no he nacido para ejercer el poder de la fuerza ni tampoco para «dejarme», lo odio. Aprovecho para decir que, en nuestra zona, han sobrevivido, y se siguen usando, palabras que otros españoles es raro que conozcan, y a nosotros nos parecen «vulgarismos» cuando son vocablos castellanos de rancio abolengo: «vagar» (no me vaga…no tengo tiempo), «añorgarse» (añusgarse), «murgaño» (se le llama a una araña de patas largas, porque le pega mejor que a cierto ratón de campo), «velehíle, velequile» (equivalentes del francés voilà…voici) y un largo etcétera. Una de las pocas zonas al sur de Zamora, Santander y Burgos en donde se pronuncia claramente la diferencia entre «elle», e «y», es en la nuestra. La primera vez que vi una falta de ortografía como «yamar» me llamó poderosamente la atención, fue en el Colegio de Guadalajara. Salté, literalmente, de sorpresa…¿cómo podían confundir los dos sonidos?. Ahora mis hijos son «yeístas», se han educado en la región de Madrid.
Francisco y Juana, dos personas intachables y solícitas, de una clase de gente que, desgraciadamente, se encuentra en vías de extinción, vivían en la casa de la Villalba, debe ser importante, porque venía en algunos mapas. A la casa «vieja» se entraba por una única puerta, enfrente arrancaba la escalera para subir al granero, donde nos ha tocado cargar y subir algún que otro saco, a la izquierda un salón y dormitorio para los dueños, a la derecha y al fondo, la habitación en la que dormían el matrimonio Canas en una cama y los dos niños juntos en la otra, para acceder a ella se atravesaba un zaguán con gran chimenea para hacer fuego en invierno; la cocina de verano se hacía en el establo de al lado, para que no se calentara la casa, que bastante calor hace ya «per se». Es verdad que en Novecento, la película, la gente de la familia propietaria no pegaba palo al agua, pero eso, en este, nuestro pequeño país…es algo que pasa más hacia Badajoz….hacia el Sur. Cáceres disfruta más de una manera de ser de castellano viejo, por influencia salmantina o toledana directa, que del funcionamiento andaluz de latifundio, tierra de grandes propietarios desde la Reconquista….de la «raya de Badajoz» hacia abajo se daba bastante más la figura, hoy a extinguir, de la misma forma que se extinguieron los «dinosaurios» hidalgos, del famoso «señorito andaluz», sector del que escaparon en buena hora bastantes de ellos para reciclarse, por los días que corren , en «vivanlasvírgenes» políticos, propietarios de fundaciones y multimillonarias empresas defraudadoras, ganadas «a pulso» para los churumbeles, mediando enchufes varios y amiguetes impagables de los dineros y subvenciones que pagamos entre todos. En la Villalba siempre he visto a los dueños trabajar como el que más, mi tío Alfonso bregaba el primero, en ese sentido siempre he tenido muy buenos ejemplos, mi padre era otro para el que arrimar el hombro, más que una carga, era un privilegio. En las épocas de labor intensa, pululaban braceros, y, como labor, fuerte, pesada y, sobre todo «cálida» hasta la extenuación, la labor por antonomasia del campo era la cosecha. La famosa «era». Mis recuerdos de «eras» arrancan, desde incluso antes que mi primera toma de conciencia.
El frescor tras la caída del sol, las conversaciones a la luz de un candil minero, el barullo que me medio despertó una noche, porque pillaron a una chica menor de edad saliendo con nocturnidad y a escondidas, intentando desesperadamente no hacer ruido, cosa imposible, en cualquier caso, a la hora de abrir y cerrar una puerta, creo que era una niñera, y se habría citado con un bracero con el sano objetivo de echar un kiki, se supone, y, claro, aquello…., sin estar casados…era un pecado que familias de rancio y católico abolengo, no podían permitir. Faltaría más. Hubo bronca, y no sé si despidos….todo el que ejerce poder está sentenciado a poder emplearlo para hacer daño al que se encuentra por debajo.
La faena comenzaba a primeras horas del día, cuando casi no se ve…y se llevaba a cabo en tres frentes: la siega, la trilla, con trillo y máquina trilladora y la casa con el desván como almacén. Con el tractor se acercaba la mies segada desde la «hoja» a una zona cercana a la casa, y una vez allí, las gavillas se extendían sobre el suelo, en redondo, y se colocaba encima de ellas un trillo al que se enganchaba un animal, burro o mulo, los caballos tienen demasiado tiro, el trillo, daba vueltas y más vueltas separando, con la ayuda de sus muchas ruedas dentadas, el trigo de la paja. Tenía siempre un asiento en el que cabían de dos a tres personas, a los niños nos montaban a todos juntos…como si fuera un parque de atracciones. Una vez que estaba todo trillado se «aventaba» el material resultante, llevándose el viento la paja un poco más allá y cayendo el grano limpio al suelo, por ser más pesado. En la Villalba siempre se usaba el romántico trillo, aunque abuelo Manuel había comprado ya una trilladora, aparato proviniente de la hispanamente retrasada revolución industrial, que tantos puestos de trabajo del campo iba a hacer desaparecer en el futuro. La trilladora era un artefacto de gran tamaño, como un dinosaurio con un largo cuello, roja, preciosa, se enganchaba al tractor, para esa maniobra había que quitar una de las ruedas grandes, si no eran las dos, y poner un aditamento, sobre este se enganchaba una correa larga que transmitía el movimiento a la pieza motriz de la trilladora. A ese mamotreto se le metían las mieses segadas por una parte, y ella las trillaba, separaba la paja, y sacaba, por una parte el grano, directamente a los costales, que había que ir cambiando según se llenaban, y apilando juntos para después subirlos al remolque del tractor y llevarlos al granero de la casa…o adonde hubiese que llevarlos, y por otra parte….mediando un largo tubo de dos a tres metros, y más de veinte centímetros de diámetro…la paja era «soplada» y formaba, poco a poco, un montón considerable, allá donde caía.
Aquella trilladora creo que se compró de segunda mano. Siempre la he conocido. Mi padre se deshizo de ella porque tuvo la suerte de encontrar a alguien, a quien vendérsela…cuando empezaban a ser ya, al igual que los trillos y los enseres del trabajo «antiguo», piezas de museo, debido a la imparable evolución de la técnica. Pronto aparecieron las máquinas cosechadoras y…desaparecieron aún más puestos de trabajo. Nunca podré olvidar la llantina desesperada de mi abuela, frente a la imperturbable, irreversible y determinada actitud de mi padre, acompañada del máximo hieratismo frente al llanto desgarrador de «la vieja», así la llamaba él, cuando comunicó, oficialmente, la venta del mamotreto durante una comida. Hacía poco que había muerto tío Alfonso, en horrible accidente, y mi padre se había hecho cargo de la finca.
La trilla, la era y los trabajos asociados, de los que, a veces, nos hacían partícipes a los niños (el trabajo del niño es poco, pero el que no se aprovecha de él es tonto), eran para nosotros, todos, como una fiesta, la fiesta de la cosecha, al menos así es como la sentíamos. Todo el mundo trabajando con ganas, remando en la misma dirección, unos en el trillo, otros llenando y cargando costales al lado de un gran montón de trigo, otros acercando agua a los que la pedían, los niños jugando por los alrededores, molestando a los animales o…de excursión, mientras los mayores andaban faenando y las mujeres preparaban la comida en la casa, todas las mujeres, allí no había venia por ser la dueña, al menos es lo que yo recuerdo. Para niños pequeños, perderse por la Villalba era una aventura. El monte era mucho más denso que ahora, y las encinas eran soberbias. No se veían más que troncos, fuera de las zonas sembradas, las veredas de los animales la recorrían, como cicatrices. No había otro cerramiento de metal que no fuese la «cañá de los melonares».
Sí que había cerramientos de piedra: La Charca Vieja, donde, a la caida de la tarde, iba la gente a lavarse, así como sacar agua ayudados por una original máquina rudimentaria construida con palos largos pivotantes para regar el huerto de la casa, contiguo a la charca, y también rodeado de un muro de piedra. Cerradas en piedra se encontraban la cerca de los guarros, la de los bueyes y el cercón de la casa, el más alto y bonito. En un ambiente tan seco, los pozos son fundamentales. El que más agua tuvo siempre fue el «Pozo Paco», y había una fuente que parece que no se secaba nunca…. A esa, según decía mi padre, algún cachondo la bautizó como «la fuente de las siete mil vírgenes»…nombre del que se mofaba el tío Lengo diciendo en voz alta, y en tono más bien socarrón: «¿pero hubo alguna vez siete mil vírgenes?».
Recorrer la finca con una escopeta de perdigones para cazar pobres e inocentes pajaritos, como los demás niños, fue misión impuesta por mí mismo, comprendía que me tenía que formar duro y fuerte, como buen extremeño de terruño, hacerme insensible al sufrimiento animal para poder volverme más hombre. Nunca lo conseguí, me daban mucha pena la cara y las miradas de los bichos que iban al matadero. Los niños nos tapábamos los oídos con auténtico pavor, mientras se sacrificaban los cerdos de la matanza. Los borreguitos, las cabras, que corrían y saltaban terminaban en un plato de cualquier cosa. Las apacibles vacas y bueyes….
Los pájaros muertos por mí, y algunos que recogí gravemente heridos por un balín, me hacían sentir muy culpable….pero tenía que endurecerme y seguí sin cejar en mi empeño. Siempre iba solo de caza…no cazaba mucho, no tenía buena puntería, y no quería que me vieran y fuera yo, una vez más utilizado como objeto de mofa y escarnio, aunque es verdad que Kiko y Eugenio no eran como los del pueblo, parece que el contacto con la naturaleza hace más humanos a los niños y más nobles a las personas. Pocas veces se rieron de mi. A lo sumo aquel día que, sinceramente, no sé qué pasó, pero yo iba subido en una burra….y de repente me encontré saltando y brincando sobre ella…al galope. Empezó a correr como loca, cuando sintió un insulto de mis labios: la llamé «penco», y salió como disparada….como una exhalación. Yo bailaba encima de su lomo al ritmo que me cantaban sus costillas gritando que se parara y ¡Sóóó!….pero nada surtía efecto. Si me caía… me daba un buen morrón, así que intenté, desesperadamente, mantenerme sobre el animal. Entonces se me ocurrió una gran idea, y grité con todas mis fuerzas: «¡¡Retiro lo que he dicho!!, ¡¡Retiro lo que he dicho!!»…Quico todavía me lo recuerda cuando lo veo…y se sigue riendo. La burra se paró poco a poco al escuchar mi «retirada» y yo pude bajar sin problemas. Allí atrás estaban Quico y Eugenio, tronchados de risa por el suelo…yo también empecé a reirme de esa risa floja postraumática. Ni me sentó mal. El culpable era yo, por haber insultado al animal. Bien es verdad que las burras debían de estar hartas de todo, en relación con algunos seres humanos, máxime si eran niños, que andaban aprendiendo a vivir sometiendo y violentando a todo lo que se «dejaba». Pero yo lo pasé fatal, pensando si me tiraba o no. Lo mismo me ha pasado, camino del Guijo, montado sobre el mulo de tio Alfonso Abril, en esa ocasión terminé colgado del cuello del animal, …pero, esa vez, al galope….pensando que si me dejaba caer me pisotearían sus cascos sin remedio. El mulo se terminó también parando poco a poco, al sentir mi peso tirando de su cuello.
Todo tenía nombre en la Villalba. Las canchas importantes, los regatos, las encinas (la «recolgona» estaba al lado de la cerca de los guarros), los pozos, las fuentes, los animales…. La «Piedra del Cascabel», un muy antiguo mojón de linde caído sobre el terreno y una encina con forma de «S» acostada indicaban que se acercaba uno a la entrada de la finca. Los trayectos alternando burro y caminata…o, simplemente andando, te hacen tomar parte del Universo, y disfrutar el paso del tiempo con el ritmo auténtico y natural que ese Universo destinó a nuestra especie….desde que me fui de Logrosán, todo pasa demasiado deprisa. A gran velocidad. Ya en tractor, atravesar el arroyo «Mataburras», mientras tío Alfonso conducía, era pensar, y sentir, que el vehículo se iba a desintegrar o explotar, para mi horror, antes de llegar a la otra orilla, de abrupto que resultaba, y el movimiento no me tiraba al suelo de milagro. Andando o en burro es otra cosa. El tiempo toma su verdadera dimensión, y uno es más propenso a agradecer lo que tiene y a vivir la vida tranquilamente. Lo que la sociedad industrial ha traído, con parsimonia, a la especie humana, es esa esclavitud del reloj, que es dinero, y de la productividad, que también lo es, y que los hombres honestos están pagando tan cara.
La hora mágica tras el trabajo se reproducía, fiel a su cita, en verano, a la caída de la tarde. Abrasada la tierra de todo el día a un implacable sol casquero, ejecutaba una primera y cumplida venganza, o…¿era un gesto de agradecimiento?, devolviendo al cielo, lo más de golpe posible, todo el calor de más que había recibido , entonces el ser entero de la tierra se entregaba, tibia y paulatinamente, a ese sueño reparador de los justos que tan honradamente le pertenece tras haber trabajado haciendo el amor con el Sol todo el santo día, como siempre lo hizo desde que se creó, que yo se lo agradezco por ser, yo mismo, uno de sus frutos de Primavera. En esa hora mágica, las sombras que se alargan, la noches se viene sin prisa, sin pausa. El momento en que todos los hijos de la Tierra que comienzan a existir al atardecer, hacen de todo para que su madre descanse: una leve brisa la acuna con el fresco, Los pájaros organizan el consabido barullo, para acostarse, los grillos comienzan a destilar su suave y omnímoda cantinela a la noche, arrebatándole el protagonismo a las chicharras, las ranas y los sapos de las charcas, el cuco con su tonta…o triste, cantinela, las aves nocturnas, los murciélagos ….y nunca falta el lejano ladrido de un perro… Después de cenar, el campo se iba mudando con parsimonia, a un ritmo que se podía, incluso, paladear con delectación.
Ese momento en el que los colores se diluyen paulatinamente en degradado, hacia juegos de grises, al principio, y masas informes conforme se desvanecen. La conversación, tras la cena, a la puerta de las casa, siempre al tardío atardecer, disfrutando de la «fresca», era, sin ninguna duda, la mejor hora del ritual de verano que se repetía, día a día en La Villalba…., momentos de conversación de adultos mientras los niños, empezando a vivir, sentir y soñar, alucinábamos con algunas de las historias que se contaban. En esas reuniones aprendí yo que no fue Mario Roso de Luna el descubridor del cometa que lleva su nombre, sino el tío «Chaparro», el padre de las «Chaparras». Un día, ese buen señor, le preguntó a Don Mario, con el que hablaba tanto de los astros, si no se había percatado de que había una estrella de más en el cielo. Y entonces Mario Roso escribió a toda prisa al organismo astronómico pertinente, informando del suceso. Su comunicación llegó antes que la de otro observador (lo llamaban «sabio») alemán. Esa vez no nos hicieron a los españoles el feo de robarnos la autoría. El cometa se llama «Mario Roso de Luna«, cuando, a lo mejor tenía que llamarse cometa del «tío Chaparro». El mismo tío Chaparro que, viendo un atardecer rojo, tuvo una visión y profetizó una guerra entre hermanos en la que correría muchísima sangre. O aquel día en que todas las estrellas del cielo bailaban locas, como si las «estuviesen moviendo con un cerandón» (supongo que sería la lluvia de estrellas de las «Camelopardálidas»). O aquel eclipse en el que el mundo se quedó a oscuras durante un tiempo…lo suficiente para que las gallinas se acostaran. Todo esto mientras la noche, cuando no había luna, se cerraba sobre el mundo, para dejar en libertad a la luz del profundo cielo estrellado…ese que, a la gente que no lo conoce le da vértigo mirar…y todo eso, antes de encontrar la cama para seguir soñando.