RELATO. Mi abuelo Rafael

La vida compleja de un logrosano sencillo.

Mi abuelo, Rafael González Morano en el servicio militar. Melilla

Por Amalia Martín. Mi abuelo Rafael nació el 20 de mayo de 1889, un año antes de promulgarse la ley de sufragio universal en el territorio español, en plena restauración borbónica. Tenía dos años cuando fueron convocadas las elecciones generales de 1891 durante la minoría de edad de Alfonso XIII, siendo regente su madre María Cristina de Habsburgo.
Antonio Cánovas del partido conservador fue el presidente electo y su rival Mateo Sagasta del partido liberal estaba a la cabeza de la oposición. Mi abuelo Rafael era un señor de los de antes con una clara educación patriarcal, austero como mandaban los cánones, endurecido por los avatares de la vida, adusto o afable según el momento.

Conoció La República, La Guerra civil, la Dictadura de Franco y la democracia con su transformación. Vivió 11 años del siglo XIX y 89 del XX. Entre dos siglos, entre guerras y hambrunas, milis interminables y férreos principios.

Ejerció de capataz de obra a cargo de una cuadrilla de trabajadores que ayudó construcción de la carretera de Berzocana y estuvo un tiempo viviendo en Navezuelas. Fueron mi tía Consuelo y mi madre las encargadas de asistirle en su estancia en esta localidad por encargo expreso de mi abuela, su mujer.

Regentó un almacén de madera y materiales de construcción en lo que hoy es el Spar. Fue concejal en repetidas ocasiones en el ayuntamiento de Logrosán con personalidades tan populares como Don Evaldo Muñoz y Leonardo Caminero.

Mataba cerdos para luego vender el embutido y el tocino tan exquisito en su época y horneaba pan en otro de sus tantos quehaceres.

Su recuerdo evoca tiempos remotos en un núcleo familiar apacible y estable con claros sentimientos de respeto. Su fisonomía se caracterizaba por una cabellera peinada en canas con raya a la izquierda y garrota en mano. Estatura media tirando a baja propia del percentil estándar de un siglo atrás.

Voz potente y clara a pesar de tantas primaveras. Fuerza, vigor, mente lúcida, honestidad y honradez sus máximas.

Trabajó duro para alimentar a una familia numerosa: tres hembras y dos varones. Abuelo vivía con nosotros, con mis hermanos y mis padres en nuestra casa que estaba unida a la suya por una puerta que se hizo en su viudez y supuso un claro acierto porque gozaba de autonomía, así como la consabida conexión familiar que cubría sus necesidades físicas y emocionales.

Mi madre, su hija pequeña y todos sus hijos/as le trataban con absoluta pleitesía y respeto que sólo las generaciones anteriores supieron entender con una formidable perfección.

– “Voy a poner la cena a padre”, decía mi madre cada una de las noches de nuestra vida en común.

Abuelo Rafael siempre estaba ahí: al salir del colegio cuando éramos unos niños, en los períodos vacacionales de regreso de la universidad en nuestra etapa más adulta. Era incombustible, el tiempo parecía haberse detenido ante él.

 Allí estaba sentado en su sillón de escay marrón oteando por la ventana, en las matanzas invernales en el campo de tía Consuelo, en las tantas Navidades que burlonamente prometía agasajarnos con un buen jamón si sobrevivía al nuevo año, pero siempre olvidaba, en los domingos camperos de obligado encuentro familiar, en los días de descanso en Jerez… siempre ahí, ocupando el sillón del patriarca.

La plaza era su remanso de paz, el refugio del guerrero sentado en los soportales del ayuntamiento donde entablaba conversación con sus convecinos, repasaban historias de vida y respiraba tiempos modernos.

Recuerdo sus relatos de viva voz en una mente lúcida: Una mili larga en Melilla que enfrentó a tropas españolas con las cabilas rifeñas en los alrededores de la ciudad entre julio y diciembre de 1909, tres años ausente de su hogar durante los que ahorró lo suficiente para comprarse el traje de su boda al regreso. Contaba mi abuelo que dormitaba en las mismas habitaciones que los enfermos de sarna para contraer la enfermedad y poder disfrutar un mes de permiso para retornar a su casa y ver a los suyos.

Un conflicto bélico que estuvo a punto de costarle la vida en una batalla complicada:

– Me tuve que tumbar en una zanja en el suelo y hacerme el muerto. El capitán del bando contrario se echó un cigarro a escasos metros de mí orgulloso de la cruenta batalla”. Embobados escuchábamos sus historias.

Relataba las maravillas de la capital de España en ese viaje que hizo en 1910 con el capitán al que asistió en el servicio militar. Vestía de militar y en unos de sus paseos por las castizas calles madrileñas vio en primera persona cómo le saludó Alfonso XIII a su paso en una carroza.

Abuelo nos deleitaba con sus discursos de época: Los sonidos de las sirenas previos al bombardeo en plena Guerra Civil española y la crisis económica tras el conflicto bélico, la hambruna de la posguerra” … la crueldad cuando venían los nacionales o los republicanos a por los convecinos para abruptamente ser apartados de sus familias.

Me consta que ayudó a muchas personas y hemos recibido el agradecimiento de las familias que supieron entender su buen hacer y su honorabilidad.

-Cuéntanos cosas de antes abuelo, le decíamos.

La sorprendente noticia del hundimiento del Titánic la leyó en un periódico en su época de Melilla. El mayor barco del mundo que se hundió en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 durante su viaje inaugural desde Southampton a Nueva York.

Se emocionaba con sus relatos y en ocasiones lagrimeaba a la vez que su voz se tornaba ronca y su rostro enrojecía por la rabia y el dolor que reflejaba sus gestos faciales.

Mi abuelo Rafael era fuerte, saludable y nada tiquismiquis. Se jactaba ante nosotros de no saber lo que era un dolor de cabeza, nunca le habían operado de nada, ni una pastilla decía que había tomado en casi toda su longeva vida.

Mi abuelo Rafael se apagó con el paso de los años como una vela sin más enfermedad que los muchos lustros a su espalda.

En memoria de mi abuelo,

tu nieta Amalia Martín González

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