RELATOS. Remembranza

AMALIA MARTÍN. Esta semana hemos celebrado el día de Extremadura y desde aquí …mi recuerdo a tantos extremeños valientes que juntaron su escaso pecunio y a ciegas emigraron a la capital…llámese Madrid o cualquier otra gran ciudad.

Cuántas veces lo habían soñado su Mari y él -Juan- que ya iba siendo hora de regresar al entrañable terruño, al cálido hogar de su Extremadura natal, a sus calles empinadas, a charlar con los paisanos y a disfrutar de las verbenas de verano, a embriagar sus cinco sentidos con los olores a tierra mojada tras las tormentas estivales, a rememorar esos olores de la juventud y esos primeros amores que quedaron embebidos en sus corazones estériles como tatuajes con tintes de eternidad.

La adolescencia que allí vivieron les olía a recuerdos de amistades eternas, de risas y bellos amaneceres, de chapuzones en la alberca y paseos en la vereda, de lágrimas y amores intensos.

Allí conoció a su Mari, la más guapa y esbelta del lugar.  Su rostro perfectamente definido en un fresco óvalo rosáceo y terso. Esa esencia floral que a pesar de los años aún emanaba en su alma y ese tacto de seda que permanecía grabado en lo más íntimo de su ser.

Allí estaba erguida frente a mí, en el alboroto de la verbena estival con una gracia sin par, con un porte señorial y una hermosura que no había visto jamás. Su vestido entallado en una diminuta cintura. Sus tonos violetas aderezados de rosáceos palos asemejaban a las campanillas silvestres de la campiña extremeña en el boom floral de la primavera cuando se colorean campiñas, plazas y balcones y el corazón late a mil por hora y yo entonces supe que “ella” sería mi insignia, la que ondearía en mi corazón y daría sentido a mi vida, -apostillaba Juan.

– ¡Ay!! Mi Mari. ¡Qué vida más dura has tenido! ¿-Mereció la pena tanto dolor y tanto trabajo?

La Gran Vía logrosana años 60′

Evocan recuerdos de manera penitente esos adolescentes ya adultos en la urbe inhóspita cuando la morriña les asfixia el alma, palpita el corazón a tal celeridad cuando las ganas ya no se pueden aguantar, la cabeza da vueltas y giran los años vividos como una noria en el devenir de tantos inviernos fuera del hogar.

En Extremadura huele el verdor a primavera y a polen hecho flor, huele la mariposa a oruga y el cielo limpio a amaneceres estivales.

Huele a tierra mojada en la arena cálida del devenir estacional, a agua de tormenta recién caída, a matanzas invernales con esencias de ajo y pimentón, así como la fragancia a mazapanes de almendras y canela en la temporada invernal.

 Ese frío gélido de enero que cala los huesos, esa densa niebla que entra honda en el alma.  Ese olor a castañas recién asadas en la lumbre del zaguán, esas casas solariegas con anchos muros que acogen a nuestros hijos en su regazo maternal.

–¿Te acuerdas Mari cuando los niños llegaron a este mundo en la madrugada del mes de enero, cuando los arroyos rebosaban agua y la escarcha protegía su cristalino líquido como un manto maternal? ¡Ay mi Mari, cómo lo ibas a olvidar!

Esas romerías bajo las encinas de las dehesas extremeñas, los bailes y las pachangas arraigadas en nuestras profundas raíces. El incienso purificador en los desfiles procesionales de la Pascua extremeña vivida con intensa pasión.

-Esos recuerdos vuelven a mí cuando pongo un pie en mi querida patria chica, apostilla Juan.

Mi Mari, aunque nunca los olvidó, los guardó debajo del colchón para que nada nos impidiera llevar adelante nuestro cometido en esta vida agitada de trabajo y soledad que nos pusimos por delante.

         Años de sacrificios y de sentimientos frustrados en una inexorable búsqueda de un mejor porvenir para nuestros hijos que allí nada serían, rodeados por ingentes masas anónimas en la gran urbe, caras sin rostros que se cruzaban en nuestras vidas como inertes maniquíes movidos por las prisas y semblantes apagados sin expresar animosidad alguna… Así sobrevivimos los años como una película sin pausa que pasó a todo gas ante nuestros ojos. Por ello, cuando la nostalgia del terruño te apretaba, cuando los rostros de los abuelos ya se desdibujaban en nuestras mentes y sólo en esas contadas ocasiones nos dábamos un homenaje de añoranza, risotadas y morriña que siempre acababan en lágrimas cayendo por el rostro curtido de mi Mari.

-Siento que le he robado su vida al apartarla de su gente, la que le vio nacer, sus recuerdos más preciados, murmuraba Juan para sus adentros.

Lo dejamos todo y emigramos no muy convencidos a la capital. Años a cargo de una panadería modesta, de barrio y extrarradio ha sido lo que nos ha mantenido en pie. Mis manos agrietadas por el frío invernal para moldear cantidades inmensas de harina y agua amasando el pan nuestro de cada día sin descanso ni fiestas que guardar.

Ella solita en casa realizando las labores del hogar. A veces, sólo en raras ocasiones, le traían ropa para coser y zurcir. Algunas” pesetillas” se ganaban para otros menesteres que festejábamos como si fuera el premio de la lotería nacional.

Nunca una salida fuera de nuestro barrio, aunque sí puedo confesar que una temporada íbamos al cine de la asociación y los ojitos de mi Mari eran perlitas brillantes cuando visionaba las historias de amor de esos hombres y mujeres allá en la pantalla.

– ¡Qué reguapa estaba cuando se ponía su vestido de cachemir que se confeccionó con un retalillo de la vecina del segundo que se ve compró más de la cuenta y como mi Mari siempre le hacía favores, pues eso se llevó!

Así transcurrieron tantos años como arrugas en la frente tengo. Siento que este Madrid que verdad sea dicho acoge a todos en su regazo y nos da el pan que cada uno necesitamos, también nos roba la vida, nos quita la juventud y las ganas de soñar. Esta ciudad nos embulle y atrapa con sus poderosas extremidades hasta la vejez. La rutina del trabajo te embauca con una dantesca monotonía que despiertas transcurridos lustros.

Así llegó mi tiempo de jubilación. Mi Mari ya está haciendo apartados de cajas y organizando ropas y enseres. Moviendo de un lado a otro, tirando y guardando…

La casa del pueblo ya se está acicalando. La vecina ha llamado al tío Ambrosio, el albañil y a ratos perdidos encala, tapa grietas y acondiciona las distintas estancias. Una casa de planta baja en una calle llana y cerca de todo -del supermercado de Orellana, de la iglesia parroquial, del bar de la señora Francisca, de la Plaza de la localidad, aunque algo retirado de Don Tomás, el médico.

Allí en Logrosán entre las sierras de Guadalupe y la llanura de Trujillo. En la comarca de las Villuercas cada vez hay menos habitantes que al igual que nosotros tuvieron que emigrar a otras ciudades en busca de un medio para vivir y los que van quedando ya entrados en años y con sienes plateadas, disfrutan de esos atardeceres con la mochila de la vida a la espalda llena de promesas que jamás llegaron en su triste y duro camino -dicen los entendidos que eso es un decrecimiento demográfico- sea como sea cada vez hay menos población y más casas vacías.

Jaras, retamas, romeros, brezos y amapolas son las especies florales más hermosas de mi Extremadura natal que con sus cálidas fragancias purifican el aire y aniquilan restos algunos de la polución de la urbe que tanto inhalamos en el trascurso de estos años.

Para mi Mari no hay mayor tesoro que sus dehesas de encinas y alcornoques donde los cerdos pastan y las ovejas deambulan. Recuerda mi Mari especialmente esos tantos inviernos con sus nieblas a ras del suelo dibujando la madre Naturaleza un manto ceniciento al desamparo de las desnudas heladas.

Memorias vivas de esas romerías con sombreros de paja y bota de vino, tortillas de patatas y carne asada para después dormitar una plácida siesta bajo la sombra de los quercus con sus abigarradas y recias ramas.

-Mi adorada dehesa extremeña, la que me vio nacer, susurra la Mari mientras organiza, tira y mueve achiperres de aquí para allá.

-Pronto volveremos a nuestra tierra, dice Juan. Cuando la primavera abra los pétalos de las flores, los regatos aún deslicen sus aguas por sus torcidos cursos, y la esencia suave de la madera de la encina nos envuelva nuestros desgastados sentidos.

Mi Mari ya está cosiendo un nuevo vestido como la ocasión merece para desembarcar en la tierra que albergó tantos recuerdos.

¡Qué difícil entallar la oreja en la noche oscura de la capital pensando que en apenas unos meses arribaremos a la tierra que dejamos atrás!

Ya nadie notará en nuestros rostros desafíos ni amenazas.  Llegó la hora de la paz y de la esperanza porque en la lucha con el mundo regamos con nuestras lágrimas tantos días aciagos que nos purificó el corazón con lo que ya sufrimos.

El día con su luz de nuestra faz se marcha quedando solo el recuerdo de cuando fuimos niños en la lejana infancia de la tierra en lontananza y a ella retornamos con la maleta vacía y el corazón henchido con una cicatriz en el alma y el rostro curtido de amaneceres en la distancia y aciagos días de penuria y soledad.

– ¡Ay Juan ¡que no se si esto es un sueño o una realidad! Vamos Juan que ya nos están esperando los paisanos y no puedo con tanta ansia de llegar. Imagino a los mozos intentando ayudar. Abrazos y algún chascarrillo seguro nos contarán.

¡Ay Juan, que no veo el momento que este autobús pare en el rellano de la Torre! Te habrás acordado de llamar para decir a Petra, la mujer del albañil, que nos ayude a limpiar, aunque la casa estará “caldea” con las retamas que Nicolás puso anoche a chamuscar.

-Me huele a puchero Juan, no será que hayan puesto una costilla de ibérico con patatas y zanahorias, unas hojas de laurel y un” machao “de ajo y pimentón.

Ese olor al apego, a los paisanos entrando y saliendo de la casa del pueblo, esos dimes y diretes, esa lumbre crepitando, ese puchero humeando y esa vida interior que tanto hemos anhelado mi Mari y yo.

– ¡Ay Juan ¡Qué feliz estoy siendo en el retorno a mi querido hogar! Pellízcame y dime que esto es realidad y que cuando despierte no veré los edificios que se alzan al frente y sólo oiré el sonido de mi gente.

-Así será Mari. Cada amanecer te traeré flores silvestres del huerto de Rafael para que las pongas en un jarrón y las mires llegado el anochecer. Descansa Mari que yo te cuidaré.

Nuestro tiempo en la urbe ya finiquitó. Ahora nos toca gozar de los bellos atardeceres y los paseos por la vereda, las matanzas invernales y las verbenas de agosto. A pesar de tener los años pegados en este cuerpo ya dolorido y lento es tanta la ilusión por regresar que siento mis andares ágiles y los recuerdos pasan lentos por mi mente como una película del cine de Atilano en el verano de los años jóvenes en blanco y negro con destellos de la emoción contenida.

– ¡Ay Mari que ya oteo a los vecinos que van viniendo a coger las cajas y el equipaje con la furgoneta del tío Juan que a vieja no hay quien le gane, pero el servicio nos hará¡¡Ay Mari, ¡qué jarana vienen haciendo por la calle abajo los amigos ya ancestros que, aunque pocos van quedando, siento el brío y las ganas de verlos!

                                  Amalia Martín (logrosana de corazón)

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One Comment to “RELATOS. Remembranza”

  1. Amalia,me ha gustado tu relato,no siempre se puede escribir,de hechos o semejanzas reales,si no se han vivido,muchas veces aun viviendo en una misma localidad,no se pueden entender diferentes barrios,o la vida de las personas,
    En si es la historia de muchas personas que se fueron ,y se dejaron el alma,en su lugar de nacimiento,unos quisieron volver,pero lo mejor de sus vidas ya les había pasado y el futuro en nada se parecía al pasado,son emociones muy distintas para cada persona.Veo que te pusiste en el lugar que podría sentir una familia que se paso la vida añorando su pasado y raíces,me ha gustado la foto de la gran vía es tal como yo la recuerdo,y donde yo jugaba,allí se ponía unos camiones gigantes en el denominado embarcadero,muchas gracias,por ponerte en el lugar de muchos extremeños que marchamos gracias

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