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07/11/2014

LECTURAS DEL FIN DE SEMANA: La Plazuela de La Torre, o las andanzas del teniente Maeso.

Por J. Muñoz González (2007) -reedición-

El teniente Maeso estuvo representado durante muchos años en un rótulo de la plazuela de la Torre, en la fachada LA TORRE  (antigua)de Constantino Zarzo, adornado con su retrato en blanco y negro sobre un tejuelo indicador que, de puro y serio gris, era más lápida que letrero, de modo que durante décadas, la vida de los vecinos estuvo vigilada por la mirada vigorosa y marcial del teniente, embutido en su óvalo mortuorio, inconmovible al tiempo y a la vida que pasaba ante sus narices.

Claro que en ocasiones, las cosas no son lo que parece, y forzoso es pensar que fueron tantas las que pasaron por la Torre durante estos años, que a uno le resulta difícil aceptar la circunspección de Maeso ante tal derroche de acaecimientos. Piensen que la plaza Mayor de Logrosán, la que lo es por derecho, fue trocada en los cincuenta en un huerto y cuatro calles adyacentes, de modo tal, que la vida huyó a la vecina de La Torre que, aun vigilada por la mirada castrense del teniente, hallábase sin embargo diáfana y dispuesta para feriantes y volatineros, vendedores, cordeleros y otros muchos artífices de la vida popular.

¿Qué pasaba por las mientes del teniente, por ejemplo, cuando el señor “milisierra”, individuo desaliñado donde los haya, descargaba en la pista su carro de zanahorias anaranjadas y aromáticas y realizaba allí mismo sus transacciones, sentado junto al montón en silla de anea, ostensiblemente chispo?

Este teniente, que durante nuestra guerra debió limpiar la zona de rojos, solía asistir mudo a las tertulias vespertinas de los viejos del barrio, sentados a la puerta de la fonda del Metalero. Mi abuelo Pedro Muñoz por ejemplo, era un incondicional. Y hasta allí me acercaba a pedirle una perra gorda para gastarla en pipas en el quiosco, unas veces de la Coscurrera, otras del tío Gatino, -que debía ser gran amigo del militar, pues no en vano su ventanilla daba justamente de faz con aquella legionaria mirada-. Cada tarde, cuando el sol descendía por el poniente y las cabras tornaban de la sierra relamiendo fachadas de colores, rampantes hasta casi alcanzar el mausoleo del teniente, que no ganaba para sustos, los hombres solían sentarse a la puerta de aquel parador, en tranquila conferencia. Avanzada la tarde, solían allegarse hasta la tertulia del metalero junto con mi abuelo Pedro, otros como Benito el esportonero, el tío Orículo, Miguel Moreno.

Antonio “Laña”, que vivía contiguo a la casa de Filiberto, alucinaba una noche de verano de 1964 en que unos saltimbanquis, con permiso del Ayuntamiento, representaban su número multicolor en la pista. La gente, en un gesto berlanguiano, traían sillas de sus casas para ver la película de Joselito que se proyectaba en una gran sábana colocada más o menos sobre la actual fachada del bar de Miguel Leandro. Como aún casi nadie tenía televisor en casa, nuestras mentes impolutas hallaban estos espectáculos callejeros irresistiblemente alegres y seductores, verdaderas fiestas populares. Y os aseguro que se repetían con frecuencia. Si no era el cine de verano, eran los volatineros o Sansón del siglo 20, un forzudo que ante nuestra atónita mirada y entre aplausos, arrastró un  Seat 800 cargado de gente, tirando de una soga con los dientes. Si, realmente el teniente Maeso no debió aburrirse durante aquellas cuatro décadas. De hecho, juraría sin temor a equivocarme, que algunos le vimos un mohín la noche en que una luz misteriosa se encendió en la Sierra de San Cristobal congregándonos a todos en la pista. Los extraterrestres habían llegado, pues no era normal que, pasadas las once de aquella noche veraniega y calurosa, unas luces extrañas e intermitentes lucieran en aquella oscura cresta. Y allí se juntaron decenas de personas que no daban crédito al prodigio. Estaba la señora Águeda, Miguel Leandro, mis padres, Pepa Ramos, mis amigos José Maria Jado, Benito Macayo, Miguelete, Filiberto, Paco “Hierbulajo”, y tantas personas mayores dando las explicaciones más variopintas. Cuando ya todos nos creíamos que Logrosán había sido elegido por los hombrecillos verdes para cambiar nuestras anodinas existencias, se vio regresar a Juan José Leandro y otros por la calleja del alcornocal, linternas en mano. Al momento las fantasías quedaron disipadas, la vida volvió a sus cauces y el teniente esbozó una de sus burlonas sonrisas.

En la primavera se instalaban en la Torre los cordeleros. Colocaban un instrumento clavado en el suelo a la altura de la casa de Orículo, y otro achiperre parecido con una manivela, frente al almacén que Miguel Leandro tenía justo enfrente de la casa de los Zarzo y por tanto, frente al rótulo del teniente Maeso. Entre uno y otro artilugio tendían las fibras, que girando la manivela retorcían formando filásticas, después cordones y finalmente la cuerda de pita, proceso que llamaban “colchado”.

De reojo o de frente, Maeso controlaba la vida de su plaza y con el tiempo llegó a acostumbrarse a los lamidos de las cabras, y a los vertidos de la vica de Petra, lanzados sin aviso al empedrado desde su ventanuco, o al aroma particular del estanco de su hermana Encarna en el que se religaban la fragancia de los Celtas, Bisonte y el Caldo de Gallina, con otro tipo de retobos humanos que la dueña acumulaba sin recato tras el mostrador de aquel local enrarecido. Menos mal que luego, en las fiestas patronales venían los tiovivos y los caballitos a alegrar la pista, y los turroneros de Castuera,  los churreros y los barquilleros, y por Santiago la abuela de Villa se colgaba su cesta de mano llena de exquisitos perritos cubiertos de azúcar sólida salpicada de pequeños confites de mil colores.

Ufano estaba el teniente cuando trajeron el agua corriente al barrio quedando relegado el pozo que había junto a la pista -que no era ya sino un peligro- y que desapareció finalmente cuando pavimentaron la plaza y la devolvieron a su nombre de siempre, ya rondando lo tiempos modernos. En aquellos intermedios, la señora Águeda y su familia habían vuelto de Alemania, la familia Filiberto, que era numerosa se cambió a una casa más grande a la vuelta del estanco, el metalero  y su familia emigraron a Barcelona, marchó también la señora Conce, el padre de mi amigo Paco “Hierbabuena” debió cansarse de ser el chofer de doña Petra Peña  y marchó con su familia a Talavera de la Reina. Otros aguataron el tirón, como la peluquería de Pesete, experto donde los haya en el manejo de la tijera. Miguel Leandro, por su parte, cerró la carnicería, y puso el actual bar de la parada.

Hace años que murieron muchos de aquellos convecinos, como las hermanas del estanco. Y hace también una eternidad que no vienen a la plazuela los cordeleros, ni el señor Benito el Esportonero. Seguramente murieron en su tierra y sus oficios, como muchos otros, perdieron su hueco por mor del plástico y el progreso. Sabido es que en Logrosán permanecieron hasta mediados los años sesenta zapateros, sastres, músicos y otros muchos artesanos. Los años setenta fueron una hecatombe. Se pavimentó la plazuela, los viejos se murieron, muchos nos marchamos de allí, vino la democracia, desaparecieron los quioscos, la pista y el pozo, fue arrancado el rótulo del teniente Maeso sin contemplaciones y dio comienzo una nueva etapa de la Plazuela de la Torre.

Cáceres, 11 de febrero de 2007                                © José Muñoz González.

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