LA PUERTA DE LA IGLESIA
Dos de mis primeras vivencias, que aún hoy conservo entre mis recuerdos, tienen en común un lugar: la puerta de la Iglesia de Logrosán.
Tuve que reconstruir ambas historias porque, de recordar algo, sólo recordaría el momento más traumático de cada una de ellas.
HISTORIA 1: EL TRICICLO SIN TIMBRE
Debía de correr el año 1964, diría que a inicios del verano.
Apatrullaba yo por el entorno de mi casa con un triciclo, de asiento de madera y sin timbre, desde que lo trajeron los reyes y, con los días más largos y menos fríos, tomaba cada vez más protagonismo en mis tardes.
Mi zona de seguridad debía reducirse prácticamente a lo que se podía ver desde delante de mi casa, es decir, hasta Correos hacia la plaza, sin cruzar la esquina de la señora Ana; hasta la carretera por la calle Gregorio López sin pasar, en ningún caso, de la casa de Merino; y no más allá de la casa del señor Lorenzo y la señora María Antonia tirando para la iglesia.
La Calleja con puerta de madera también tenía como límite la primera curva de la tapia del huerto de Doña Adela. A la vuelta de esa curva veía la luz, que no la vida, el mítico Cagancha.
Pronto esos límites debieron quedárseme pequeños y la ruta hacia la iglesia era la que me atraía.
Primero fueron escapadas hasta tocar la ventana de la tienda de telas de Don Esteban Peña, luego al comercio del señor Cabanillas, luego hasta el altillo donde mi abuelo tenía el taller de hojalata, puerta de Don Eduardo Calzada y por fin esquina de Foto Díaz, de quien mi madre me tenía dicho que no debía decir Retratista.
Daba esa esquina vistas al Campanario en el que la asimetría y lo heterodoxo convivían en un campo de fútbol imposible: una portería estrecha y alta delimitada por dos árboles y a la que sólo se le podían sacar córners por la izquierda, dada la proximidad de la Cruz por el otro lado. La otra portería se situaba, girada 90 grados respecto a la de los árboles, cerca ya de las escalinatas de la otra puerta de la iglesia, la que está bajo el coro. Esta portería era más ancha pero a cambio los goles sólo valían hasta la altura a la que buenamente llegara el portero. Los postes se sustituían por sendos amontonamientos de piedras. Una vez le pusieron postes de madera con una cuerda, pero yo creo que un día de Santa Lucía por la mañana ya no estaban. También eran asimétricos los fueras de banda, por un lado no existían, la pared de la iglesia formaba parte del terreno de juego. Por la otra, el fuera de banda se producía metro y medio por debajo del nivel del campo que, por supuesto, estaba parcialmente inclinado. En definitiva, un terreno de juego con el que el VAR habría acabado en el siquiatra.
Desde la esquina también veía la puerta de la iglesia en la que ya me llamaba la atención la presencia del señor Pedro el ciego, que años después me enseñó a afinar el laúd.
Pero la verdadera atracción era el descenso a tumba abierta de la cuesta de la iglesia. Veía a los muchachos más grandes que yo subir pedaleando penosamente en sus bicicletas, la mayoría de ellas sin guardabarros y sin frenos. El premio consistía en el momento de gloria de descender cuesta abajo hasta que, pasada la almazara (en mi casa siempre se le llamó la almazara de Don Tomás) y la cochera de Merino, la calle del Cemento terminaba frenando suavemente su azaña.
Debí pasar varios días observando aquel festival del que yo no participaba. Con el paso de los días, mi margen de maniobra por el barrio crecía y ya podía ir hasta el Campanario casi como una rutina.
El momento del asalto final a las leyes de la física requería de un plan de acción. Una mínima prueba me debió aclarar que subir la cuesta de la iglesia con el triciclo sin timbre hasta el punto de lanzamiento era inviable. Por otra parte, el deshonor de que te empujara algún mayor era un precio demasiado alto.
Necesitaba suavizar la pendiente y eso pasaba por darle la vuelta por detrás a la iglesia. No era esa una dificultad menor ya que era territorio hostil, lleno de peligros, habitantes poco amigables, zona de actividades ocultas, basurero en el terraplén y cercanía inquietante del cementerio, la casa de “La Boby” y la señora Antolina. No sé cuánto tiempo necesité, pero lo cierto es que el día llegó. Sólo puedo suponer que alcancé la puerta de la iglesia con mi triciclo de asiento de madera y sin timbre.
El conjunto de leyes y principios físicos que tomaron el mando de mi triciclo y mis huesos tardé años en encontrarme nuevamente con ellos: la fuerza de la gravedad, “V” igual a raíz cuadrada de “2” “G” “H” (o alguna parecida aplicable a cuestas de iglesias muy repentinas), el principio de conservación de la cantidad de movimiento, pero, sobre todo, la inexorable impenetrabilidad de los sólidos.
Todos ellos debieron confluir en el tiempo que tardé en descender desde el escalón frente a la puerta de la iglesia hasta la reja de la ventana del despacho de Don Francisco en la casa parroquial.
Mi única imagen levemente retenida de aquel episodio me sitúa ya en la casa vieja de mis padres. Ese día fue mi padre el que lideró el rescate y reprimenda; y cogido en sus brazos, cuentan las crónicas familiares que, ante la amenaza habitual en la época: “te ví a matá”, mi respuesta desde mi más allá magullado fue: “ME MATAO YO SOLITO”!
JMGOL60 (OCTUBRE 2019)