Singular por la mezcolanza de tenor, médico dentista, Palacios y Loro. Cuatro condiciones excepcionales en el Logrosán que conozco. El dentista que canta lírica es un caso poco habitual, pero es el «Palacios» y el «Loro» lo que le convierten en un paisano de raza, de estirpe y genética logrosana tan castiza como el que más.
De familia trabajadora, emprendedora e innovadora como pocas, que trajo a Logrosán el frío y el hielo cuando no lo había y la magia del cine donde había poco que soñar.
Fue su abuelo quien nos abrió una ventana a Hollywood, a las calles de Manhattan. Fue el señor Atilano el primero que subió a los logrosanos a un platillo volante y nos perdió por el espacio, el primero que nos transportó a las polvorientas calles de un pueblo del oeste americano una noche de domingo cualquiera. El primero y el único que nos mató la sed con fantas «made in Logrosán» (Colines, se llamaban para más señas), el primero y el único que nos refrescó el verano con polos de producción propia.
Su abuelo nos trajo la fabrica de hielos, de polos y de refrescos. Y nos trajo el cine, dos cines, qué digo dos, ¡tres cines!. No puedo olvidar el cine de verano de asientos torturadores que se soportaban mucho mejor tras apagar las luces, cuando ese cielo estrellado de Logrosán eclipsaba, casi siempre, la propia proyección.
De casta le viene al galgo.
HASTA LA EDAD DE DIEZ AÑOS Por Manuel Palacios Loro (versión corregida)
A instancias de María Romero empiezo un «revolver de recuerdos en mi particular baúl físico, anímico y emocional en relación con nuestro querido pueblo». Allá ella con su idea y allá los que quieran leer, van a tener que armarse de paciencia, adolezco de prolijo aunque no me plazca ser «cansino», así que intentaré interesar, quien me conoce sabe que soy tremendamente sincero, pero, aunque tengo quejas, nunca querría poner incómodo a nadie, habrá muchos chascarrillos sin nombre y a veces nombres sin chascarrillo, todos nos conocemos en un pueblo.
Esta historia comienza en la isla de Cuba, cosa que ya detallaré más detenidamente … Fui en el año 93 invitado por la opera nacional para cantar en el teatro García Lorca de la Habana la ópera de Puccini «MADAME BUTTERFLY»; tras el aterrizaje y después de soportar la cola interminable de «rigor» para enseñar el pasaporte, salí a las «llegadas»; habían ido a recibirme con todo boato la secretaria y el chófer oficial de la Compañía estatal de ópera de Cuba acompañados de la gran soprano Alina Sánchez, mediando saludos protocolarios, abrazos, besos y sonrisas salimos al exterior y me hicieron subir a un precioso Dodge Dart requetearreglado de los que ya no existían en aquel tiempo. Según iba siendo conducido veía al exterior escasas luces eléctricas, era ya prácticamente de noche y habíamos salido de la Península una hora antes de anochecer, todo el viaje fue una magnífica y eternísima puesta de sol de mogollón de horas, y de repente me invadió una sensación de «deja vu», ¿eran las carreteras mal asfaltadas?, ¿la poca iluminación reinante?, ¿las vetustas farolas?, ¿el olor inconfundible de los asientos de cuero del coche?, ¿el gas-oil?….¿¿¿por qué conocía yo eso??? no tardé ni diez minutos en ubicarme y en darme cuenta de que estaba tomando contacto con un país bloqueado, igual, igual que nuestra España en la época a la que me voy a referir. Era la sensación, los coches, el olor, la especie de «desánimo» inconfundible acompañado de esa alegría sana de la gente que nada tiene y vive como nadie, la que me retrotrajo casi cuarenta años atrás y al sitio en donde nací, mis primeras sensaciones de vida que ahora comenzaré a compartir con vosotros.
Corrían por Logrosán los años sesenta, corrían burros y caballos, corrían algunos coches y tractores, mucho menos que los que corren ahora, sencillitos, exceptuando el Mercedes de lujo de Don Cruz, bastantes de ellos eran del «año la polka» con tapicerías de cuero resudado, corrían el motocarro y la DKW de la fábrica de hielo, corrían los carros y corría raudo el carrito de dos ruedas que tan ligado iba a la imagen de una persona entrañable: la Teresa Mordijuye.
Esos coches, igual que todo lo que corría se estropeaba con cierta frecuencia, pero se arreglaban en condiciones o de cualquier manera chapucera, nadie tiraba nada que pudiera servir para algo a la basura; eran calles empedradas con bastantes «calvas», eran vertederos en el pueblo, por ejemplo: la callejina «Aguilar», los cerdos venían a bañarse a la plaza de la Fuente Arriba porque corría (todo corre, incluso el tiempo) un arroyo que la atravesaba en las épocas húmedas y corrían la gente, las cabras, ovejas, burros, tractores, perros de todo tipo, gallinas y bastantes gatos, la gente bulliciosa cantando sin parar en el interior de las viviendas mientras limpiaban o en el trabajo, un cúmulo de historias que vinieron a fundirse en el…»pero si yo he vivido esto antes…!!!» que me gritó mi cerebro mientras era transportado al hotel Plaza de La Habana. Comenzó a trabajar la memoria lejana. Todas las circunstancias juntas contribuían a conferir al ambiente un olor a país bloqueado, como el nuestro en la época que nos ocupa y en el que no podía faltar el del gas-oil, el olor a gas-oil es sumamente importante, aderezaban el puro aire del pueblo nacido en lo alto de La Morra y que se había «resfalao» en un «resfalaero» paulatinamente por la falda Norte buscando de seguro la zona en la que más manantiales existían. Recuerdo una «bomba» que cargaba agua en el Depósito, situado en la carretera, en frente del Halley, un poco más arriba, y se paseaba carretera arriba y carretera abajo, quiero acordarme que «tirada por un animal», «vendiendo» agua a los vecinos que pudieran necesitarla. Y la recuerdo, uno de los primeros que tengo, porque fui montado en ella varias veces, carretera arriba, carretera abajo.
Recuerdo la escuela infantil, ahora se llama guardería o preescolar y los franceses le dicen «maternal» de las hermanas Frochoso: Gabriela e Isabel. Gabriela era la primera mujer mayor que yo conocí, pequeña , delgada, encorvada, pelo negro teñido, llevaba casi siempre hecha la «permanente» con una cara arrugada que no daba ningún miedo ni reparo a los niños, todos estábamos más o menos acostumbrados a vivir viendo gente muy mayor, y unos ojos en los que podía uno zambullirse para encontrar cariño en cualquier momento, recuerdo sus manos huesudas y secas y una simpatía natural que ya quisieran muchos jóvenes de ahora, parece mentira cómo se puede entablar una relación tan fructífera entre personas con edades tan discrepantes. La maestra Isabel era más joven, más rellenita, pelo rubio con permanente, más preparada que su hermana, cuando el repertorio se medio «agotó» empezó a ponerme problemas de arrobas y yo aquello no lo podía entender, es que cuando fui a la escuela yo ya sabía leer y escribir, que me había enseñado mi mamá, . Un día la oí exclamar…»esos pobres astronautas del Apolo XIII» lo deben estar pasando fatal. Nos prestó su casa para mucha gente que acudió a nuestra boda y fuimos a verla mi esposa y yo luego a una Residencia de tercera edad de Cáceres en la que se encontraba, murió poco tiempo después; El señor Juan murió como el bendito que siempre fue de un ataque al corazón y Gabriela de su dulce muerte había desaparecido hacía mucho más tiempo, pero tengo mucho que agradecer a esas dos mujeres, nunca somos nosotros mismos, nos moldea desde el principio la gente que se cruza en nuestro camino y es de buena ley agradecerlo.
La escuela estaba situada en la calle de la poetisa Luisa Durán enfrente de la entrada que conducía al gallinero del cine Capitol sobre una peluquería en la que trabajaban mano a mano el señor Juan: el «maestro», supongo que lo llamaban así igual porque fuera el marido de la maestra Isabel, que porque tenía un aprendiz de barbero: un chico llamado Bernardo cuya cara de aquel tiempo no tengo en mente, me lo han presentado otra vez treinta y muchos años más tarde, ya que, como tantos otros, se fue con temprana edad del pueblo y parece que últimamente tenía negocios y le iba viento en popa.
Las malas lenguas decían que Gabriela, mayor que su hermana, sólo sabía leer lo suficiente para enseñar a los niños las vocales y poco más, pero resulta que guardo de aquella escuela las primeras imágenes que tengo de un sitio que no fuera mi casa y son muy bonitos, gente buena, buena, honrada a carta cabal con una energía blanca intensa y un amor por los niños y por su trabajo encomiable, mi primer contacto con un montón de otros de edad parecida a la mía, y distinto grado de desarrollo físico. La llamaban la escuela de los cagones, o la escuela de las Frochoso. Me llevaba de la mano Mateo Morano con su hija Josefa que sigue siendo amiga de las que nunca se olvidan, y es que tiene muchas ventajas nacer en un pueblo. En aquella escuelita debí cruzarme con toda mi generación de amigos sin que llegue mi imaginación a recordar quiénes y cómo eran. Sé que estaba lleno, al llegar había que subir al doble a coger la silla y bajarla al salón donde se daba la clase , igualmente antes de irse había que subir la sillita otra vez. Recuerdo impactante tengo de un niño que sobresalía de talla repartiendo golpes a diestro y siniestro con la silla en la cabeza de los que lo rodeaban, no debía estar bien ya de la suya. Una puerta y una ventana daban a un balcón que aún existe, en este momento la casa está muy bien arreglada, la puerta es de forja negra preciosa. Los preescolares hacíamos todas las necesidades en la calle, usando una cancha que había la esquina del cine , al lado del bar que ya existía y sigue llamándose Capitol, jugando a ver qué meada llegaba más lejos…juegos inocentes de niños de pueblo…y es que los niños hacían sus necesidades en la calle; en mi casa de la Fuente se puso el primer WC cuando yo tenía catorce años….cómo ha cambiado el panorama!!!!
En la escuela había un loro gris, personaje importante , porque el pueblo entero lo conocía; se le oía en toda la calle, la Teresa Mordijuye (habrá sitio para ella, era filosofía pura en estado natural) siempre andaba intentando enseñarle a decir tacos, y creo que lo consiguió en unas cuantas ocasiones. Un loro gris que te picaba pero bien picado si le acercabas el dedo, yo, niño bueno y criado entre algodones, como tal: miedoso, nunca se me habría ocurrido, pero conocí algún aventurero al que el buen loro dejó crudo recuerdo , la familia nos contó sobre el animal una anécdota: durante una cena el ave dijo claramente: «Juan, dame agua», el «por favor» no lo dijo, y es que eso debe de ser una coletilla al uso en sociedades un poco menos prácticas y más evolucionadas que la que nos ocupaba en aquel paraíso en el que tuvimos la buena suerte de ver la luz. Ni que decir tiene que el señor Juan le puso inmediatamente lo que el animal pedía, supongo que entre el éxtasis y las sonrisas cómplices de las dos maestras.
Así que….la «m» con la «a»….»ma» , la tabla del dos, la del tres, alguno llegamos a aprender hasta la del nueve, aunque la más antipática para mí era la del «siete». «O» de «ojo» , «U» de uva, «A» de araña (creo, pero no estoy seguro), las lecciones cantadas, la tabla cantada, los Huesos del cráneo (que también se cantaban): «un frontal, dos parietales, dos temporales, un occipital, un etmoides y un esfenoides y así sucesivamente. En la escuela de los cagones no había papeles y lápices, sino una pizarrita y un pizarrín que se utilizaban cuando venían al caso. Es de interés recalcar que el olor cambió al pasar a la escuela primaria, cosa que nos va a ocupar otro capítulo, por el más sofisticado y entrañable de libros, cuadernos, gomas y lápices, la que mejor olía era la «Milán» de nata.
En esos años tuve la primera toma de conciencia que recuerdo. Iba por la carretera hacia la casa de mi prima Mari Pina y me paré en el medio, enfrente del taller del señor Sierra, el carpintero, al lado del Registro de la propiedad, donde trabajaban mi tío Pina y su padre Germán, que nos llevaba en la Vespa a los niños a dar una vuelta a la mina y volver de vez en cuando. Pues…me paré y me dije: «soy Manuel Palacios, tengo cuatro años y vivo en Logrosán». No sé de dónde vino ni qué fue, y a lo mejor es más o menos normal, pero es la primera vez que lo escribo y me perdonais si encontrais que sea algo común y corriente. Luego he tenido varios de esos «aterrizajes».
De aquellos primeros años de la vida tengo recuerdos muy vagos, una boda en el «círculo de sociedad» al que mi padre, Don Benigno (también habrá para él) y mi «mamá Pepita» me llevaron con mi prima Toñi, la fuente del Conejo, las luminarias de Santa Lucía, subir a a la sierra a buscar «serillitos» para el belén, un árbol de Navidad en la casa de abajo, la de la consulta dental de mi padre, los días de la jira, cuando para ira pasarla al molino familiar, mi abuelo Atilano nos montaba en su antiguo taxi para tardar en arrancar lo que no está escrito a base de hacer dar vueltas a una manivela que se insertaba en un agujero «ad hoc» existente en la parte delantera del capó en el centro y hacia abajo. Un paseo a caballo con tío Ramón, al que llamaba yo el tío del café, porque en la etiqueta de café «el cubano» aparecía un señor igual que él oliendo una taza de café, y encima con sombrero. Recuerdo andar cantando a voz en grito en el balcón con Eugenio Canas una canción que se escuchaba entonces en todas las «arradios» del pueblo y que nosotros llamábamos «el manicooooomioooo!!!» muy lejos aún de saber quiénes eran los Beatles y su tema «can´t buy my love». Recuerdo el cine Palacios (habrá una solamente para él) las procesiones, los carnavales de aquella época, el pregonero, el río, las fiestas, la sierra, las niñas de mi barrio (el único niño era yo) y los juegos….todo irá desfilando, poco a poco y sin prisa, que ordenar recuerdos no es tarea fácil y la lejanía deforma los sentimientos en favor de la belleza y la alegría afortunadamente, que también hubo cosas malas, pero parece que no pasaron.
Continuará