Siguiendo el camino abierto por nuestro paisano, a través del cual nos ha transportado a los tiempos en los que jugábamos al clavo, el peón, los bolindres, pídola, a tres navíos en el mar y a correr de la bobi, quisiera hablaros ahora de algo que para mucha gente, entre las que me incluyo, tuvo una importancia capital en su momento: LA PISCINA.
No cabe duda de que la traída de aguas al pueblo cambió totalmente las costumbres de los paisanos. Fue entonces y, casi como de la nada, cuando surgió algo que nos cambió la vida a muchos de nosotros. Ese algo fue la piscina.
La piscina supuso que en el verano gentes de otros sitios vinieran al pueblo, lo que a su vez sirvió para que los que allí estábamos tomáramos conciencia de las cosas que estaban pasando a nuestro alrededor, y que desconocíamos en gran parte.
Mientras que duraron las obras, y desde el momento en que se mantuvo el agua en al agujero, ya empezamos a bañarnos en ella. Nadie, o al menos muy poca gente, sabía nadar entonces en el pueblo, y creo que la mayoría de la gente de mi edad aprendió a nadar ese verano entre agua turbia, barro, escombros y tablones de obra, pero que no importaban con tal de estar metidos todo el día en la “charca”.
Una vez terminada, la piscina pasó a ser el punto de reunión durante todo el verano (entonces poca gente se marchaba de vacaciones fuera del pueblo), pues una vez acabadas las clases, todos los jóvenes nos pasábamos allí las horas, abrasándonos con el sol que caía como un plomo, y sin poder resguardarnos en ningún sitio, ya que los árboles estaban recién plantados y su sombra apenas existía. Aún recuerdo el olor a nivea con que tratábamos de protegernos de ese sol que nos mordía, aunque la mayoría de las veces cambiábamos de piel ese verano.
Fue también el lugar donde por primera vez muchos de nosotros oímos los discos que traían de Madrid o Barcelona las gentes que llegaban y, que en semiclandestinidad, escuchábamos todos callados, sin entender muchas veces lo que querían decir. Paco Ibáñez, Pablo Guerrero, Patxi Andion, y otros muchos nombres, tanto de aquí como de fuera, nos hicieron estremecernos por primera vez entre el olor a cloro, césped y nivea. Allí se juraban amores eternos, se planeaba el futuro, se lloraba por las desgracias ajenas, y se reía por la felicidad de los otros. Los que compartíamos ese mundo, estábamos convencidos que algún día el mundo real llegaría a ser como el nuestro.
Luego vinieron el parque y las pistas de tenis, y la piscina siguió siendo, también por las noches, aquel sitio mágico en el que las horas de charla y reunión pasaban sin prisa, como si nadie quisiera volver a casa y perderse por un momento el cielo cuajado de estrellas de las noches de verano de Logrosán.
Ahora, en la distancia y en la añoranza, todavía puedo ver a mis amigas y amigos oyendo un disco prohibido, suspirando por un amor clandestino, o tirándose del trampolín haciendo el salto del ángel o de la carpa. Espero que esos recuerdos no me abandonen nunca, porque estoy convencido que gran parte de lo que soy ahora creció con ellos en la piscina.
Reedición por «El hijo del Mecánico» (2010)
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