MI BARRIO (ÚLTIMA), Y LA ESCUELA DE PEPITA ABRIL.
Por Manuel Palacios
Del embarcadero y la fábrica de harina hacia abajo se encontraba el huerto de los propietarios, de frente la tiná de la tía Anita, antes de llegar a la carpintería de los Machacantes. Más allá, y en la calle de los Naranjos, vivía «el mudo», nunca supe cuál era su nombre.
Mi compi Manolo Salao decía que era muy listo, lo recuerdo siempre tocado con un sombrero, bien vestido de extremeño acorde con sus tiempos, chalequillo, chaqueta de pana o tela negra y pantalón oscuro, muy arriscaete él, fumaba por placer, que no compulsivamente, casi siempre iba acompañado de un simpático burro blancurrino igual de encantador que su dueño, y es que suele pasar que los animales se parecen a los amos. Alguna vez intenté entenderme con él. Ahora hubiéramos disfrutado los dos, sobre todo yo, seguro, seguro, pero entonces Manolín era solamente un niño muy pequeño con toda la vida por delante sin saber gran cosa, y no tenía idea de cómo pudiéramos comunicarnos, ¡¡¡con lo fácil que era escribir en un papel…!!!, pero eso no se me ocurrió, lo intenté vía oral y por gestos sin lograr más que unos cuántos ¡mmm! y unas sonrisas de condescendencia, no tenía ni un diente en la boca.
Siempre que nos veíamos nos saludábamos : «Mmmmm, ….Mmmmm!!!!», decía él, levantando a la vez la mano,….»Mmmmm, mmmmmm!!!! correspondía yo levantando la mía , sin darme cuenta de que, en mi caso, al menos, sí que cabía la posibilidad de hablar, y bien pudiera haber dicho , como todo el mundo, «¡buenos días!» o «¡buenas tardes!». Un poco más arriba «La portuguesa», madre de mi amigo Tomás, vendía patatas fritas que cocinaba ella misma, metidas en cucuruchos de papel de periódico, estaban buenísimas, pero yo no compraba más porque aún no había aprendido el retorcido arte de la sisa, siempre he sido un niño muy bueno y muy bien mandado en mi tierna infancia, y muchos años más tarde, hasta que saqué los pies del tiesto, «adolescencias» de maduraciones lentorras, pero necesarias, que comienzan más allá de los 40, y a las que muchas veces no se sobrevive; pero esa es otra historia y solamente atañe a mí y a mis próximos. Más allá, y a la derecha, vivían los padres de mi amigo Manolo «salao», a la izquierda quedaba la puerta trasera de la casa de José Sánchez, casa en la que muchas veces veía la tele y jugaba con mis primas Toñi y Josefina. José estaba a cargo de su fábrica de harina y una de sus hijas era mi querida tía Josefa Sánchez, casada con el único hermano de mi madre: Alfonso Loro y padres de mis primas en cuya fábrica creo que trabajaba como operario el Señor Gregorio, personaje que necesitará otro capítulo para él solo.
Al final de la calle se llegaba a un comercio, frente a la puerta guapa de la, ya citada, casa de José Sánchez. Era el comercio del señor Agustín Arroyo, y si yo decía «voy ancá Agustín arroyo», más que nada por ahorrar, práctico extremeño, ya a mi corta edad, mi madre me corregía: «señor Agustín Arroyo», igual que «vecino», para ella, era sinónimo de «amigo», se ve que no conoce todavía al vecino que tengo ahora. Pues… lo del señor Agustín Arroyo era un comercio de los de aquellos tiempos, vamos: un ultramarinos. Para los que no han vivido esa época es imposible comprender, aunque te lo expliquen cien veces, el apelotonamiento de efluvios que conferían a cualquier tienda de pueblo, y supongo que también a muchas de la capital, un olor denso, complejo, abigarrado, especial y absolutamente personal, y es que no olía igual al entrar en «Calceta» que en » Agustín Arroyo» , seriamente indefinible, con todos los aromas mezclados, canela ,bacalao seco, queso, café, pimienta, pimentón, sacos de yute , tripas secas para hacer embutidos colgando de la pared, el papel de estraza para envolver colgado de un pincho, fiambres diversos, etc…, el mostrador de madera vieja, oscurecida y así todo lo que querais. La última experiencia que me ha recordado ese olor, pero de lejos y diferente, ha sido una «boutique» grande de especias en la que se puede encontrar absolutamente todo situada en Ginebra (Suiza). Era un verdadero acoso para el olfato , un bofetón repentino que te asaltaba al entrar… despertándote sin remedio en el caso de que te quedaran restos de sábanas y sueños en la consciencia. Se vendía de todo: recuerdo un molino de café a mano grande, antiguo y precioso en un lado del mostrador, especias, fiambre, legumbres al peso, patatas, verdura, dulces, chocolate, incluso pilas, zapatos, telas y productos para la limpieza. En aquel local, para atender a la clientela, se encontraban, detrás de la caja, el señor Agustín, a veces sentado , siempre con gesto sonriente y bonachón, pelo blanco, pasadillo de kilos, con su impecable uniforme gris de tendero y dotado de un modo de hablar amistoso, tiernamente agudo, dulce y amable por naturaleza, irremisiblemente tocado por una colilla de liado cigarrillo amarillento, tipo «caldo´ gallina» , frecuentemente apagado, en la comisura izquierda del también amarillento labio. A su lado se erguía, tras la barra, un mozalbete muy agradable, flaco con saña, exhibiendo, sin ser consciente, en absoluto, de ella, una voz alucinante de bajo de ópera, que contrastaba con la de su padre, pero derrochando al igual que él, aunque de forma más estentórea, simpatía a espuertas: Diego Arroyo. Me ofrecía palitos de aperitivo cuando yo acompañaba a mi mama, y conste que escribo mama, no mamá, para comprar. Del comercio del señor Agustín guardo mucho en memoria porque he tenido que ir montones de veces, así que lo he visto crecer y saltar al otro lado de la calle, a un edificio nuevo y muy original, con balcones en pico, acontecimiento que precedió unos años a la expansión de la fiebre consumista, esa que vino acompañada, un poco diferida, pero inexorablemente unida a ella, de la invasión de los plásticos y de la generalización de los embalajes para cualquier producto; explicamos: Hasta entonces, el tendero envolvía los comestibles en papel de estraza o, simplemente, hojas de periódico; aún no sabíamos que la tinta de los periódicos era cancerígena, ni falta que hacía, y tampoco sabíamos muchas cosas peores, parece que los tiempos evolucionan usando el miedo a todo y a cualquier cosa como bandera…¿por qué será?. Con los plásticos todo quedaba precioso, brillante y crujiente , me pregunto mucho para qué tanto p… embalaje, parece que quieran que todo lo que comamos esté en contacto con ese material ; cada vez me resulta más antipático…!!!. El nuevo supermercado del Señor Agustín era de la cadena «Spar», igual que el de mi primo Juan Gómez, actualmente en la carretera; me sorprendió mucho más tarde encontrar tiendas «Spar» en Viena. Aquello ya no podía ser llamado «ancá Agustín Arroyo», sino el «Supermercado Arroyo», espacioso, techo altísimo, mucho más grande que el otro, un mostrador para el calzado y la ropa, otro para la charcutería y estanterías que no voy a describir, porque, desde que aparecieron los supermercados, todos son iguales por todos sitios, se terminó la personalidad agradecida de las pequeñas tiendas. Ahora todas son iguales y huelen a lo mismo, parece que el futuro consista, en los planes de nuestros «expansores de negocio», en normalización y deshumanización. Volvamos al Supermercado: Muy bonito e innovador en su arquitectura: llevaba a un local de pueblo la luz a raudales gracias a una genialidad del diseño: prácticamente toda la fachada que daba al exterior eran dos inmensos ventanales, algo nada visto por la zona, precioso. Los primeros días, tras la inauguración, ni se podía entrar de tantísimo personal como acudía, además tenían una báscula que se escamoteaba bajo una estantería, anunciada por un cartelito: «SU PESO GRATIS», Pero el progreso nos arrebató además de la fuerte personalidad , y para nunca más devolvérnoslos, mucho me temo, los olores de los antiguos comercios: «Calceta», «el señor Agustín» y «Torrezno» de abajo arriba y en la misma calle.
En mi barrio me queda que hablar de Catalina y su hermano Cándido, que vivían por la calle de las Cruces hacia la ermita, la tía «Peona», las dos hermanas Mari y Julia, siempre en bañador desde que se lo podían poner en Primavera hasta que dejaba de hacer calor para el fin del verano, ya creo yo que siempre las voy a recordar así. Más allá se encontraba la casa de la tía Anita, tenía puerta de granito preciosa, allá íbamos con la familia de Pepita Abril a ver el festival de Eurovisión, tengo que hablar también de la casa de los Carota, la tía Angelina, José «Carota», padre y José «Carota» hijo, por debajo de la de Kiko Machacante en la calle de la Fuente. En la calle Delicias la preciosa casa de Don Paco con su hermosa acera de lajas de granito, Y, por encima, la de la tía María de la Cancha, madre de Maruja, Gregoria, Francisco, y Juani, mi niñera. María «de la cancha», porque su casa estaba encima de una cancha muy socorrida para jugar y sentarse, y que vivió y murió con un halo de santidad, bondad y alegría natural, poseía una voz en extremo aguda, como sus hijas, de angelito, y muy, muy bien entonada. Nunca se me olvidará un paseo muy bien acompañado por mi esposa, yo estaba casado hacía poco tiempo o me quedaba poco, y, como todo el mundo sabe, me casé con la música. Nos acercábamos al «Jelechal» y fue como un regalo del cielo para nuestros oídos, vamos, que nos quedamos escuchando sin atrevernos a ver quién era para no interferir con aquella voz angelical que inundaba el tibio aire de una mañana de Primavera, hasta el verde del campo participaba con su terciopelo, me llevé una grata sorpresa cuando descubrí que la cantante era ella, sin ir más lejos y lo hacía mientras lavaba ropa. Desde ese momento cada vez que la he visto me parecía más joven y con mucha más luz espiritual en su semblante, realmente iluminada, como muchos de los que cito y que ya no se encuentran en nuestras dimensiones, les deseo que sean muy felices allí donde estén, y que no tomen a mal lo que está pasando en la honrada y honesta tierra que legaron a su descendencia. Son pecados de juventud de nuestra joven democracia española fabricada a toda prisa …sin demócratas. Esto es de mi padre: «¿¿Manuel: cómo puedes plantear una democracia en un país en el que no hay ni un solo demócrata??». Da que pensar, colegas!!
LA ESCUELA Y LA CASA DE PEPITA ABRIL
Ya hemos hablado de ella, y prometí extenderme porque muchos chicos de los que pasaron instruyéndose en esa escuela «de pago» nunca la van a olvidar, yo el primero. Este capítulo debería ir de la mano con las Escuelas Nuevas, pero hay que parcelar, y, la verdad, una cosa era la escuela oficial y otra la de la Pepita Abril.
Me llamaba Paolo y Manolito «caba», es que yo tenía una cartera de plástico con un cómic de seis viñetas del «oeste», cuyo protagonista se llamaba Manolito, en una de las viñetas ponía: «Manolito cabalgó rápido…», el caso es que, debido al uso y al cariño que se le coge a las cosas, tenía ya unos años y el «…algó» se debía haber quedado en otro sitio, bien debido a una mediocre calidad de la impresión, bien a cualquier raspón contra cualquier superficie rugosa. Decía «Manolito caba», y a ella debió de gustarle. Estoy, y siempre he estado en sintonía con esa mujer, aunque a veces , muy pocas, me pegaba unos pellizcos retorcíos sin venir a cuento, que yo he admitido a trompicones, y en la medida mis posibilidades, muchos años después.
Me veo obligado a contar una anécdota, tanto por la calidad como por la grandeza: un día Pepita vino a buscarme a mi casa y me llevó hacia su casa diciendo: «¡Ven, Manolín: te voy a presentar un niño nuevo que ha venido a estudiar! «. Yo, niño bueno y obediente, ni discutí ni inquirí, soy curioso por genes y me alucina el conocimiento porque vengo de quienes vengo. Acompañado de la todopoderosa mano nos acercamos poco a poco, observando de lejos a un niño absolutamente enfrascado, agachado, mirando al suelo, jugaba a los «bolindres», (y, por Dios, o lo que más nos aprecieis, nunca más los llameis «canicas», al menos en Logrosán; yo sé, pero no puedo explicar la razón, que a los bolindres no les gusta ser llamados por ese nombre). Me duró la observación «cuidada»; esas percepciones que se registran para el resto de la existencia y tú, en ese momento preciso, sabes perfectamente que ese recuerdo te va a acompañar toda la vida, aunque nunca el por qué de esa certitud, diez o doce metros a ritmo de paseo lento, era como si el tiempo se hubiese detenido mientras intentábamos aproximarnos sin hacer ruido, procurando influir lo mínimo posible en el comportamiento de esa «partícula» especial (Principio de Heissemberg de la física «modelna»): Allí se encontraba un futuro adulto, a la puerta, aunque el tamaño y los pantaloncinos cortos lo desmintiesen. Ufana de sí misma y a unos dos metros, Pepita me mostraba su última «adquisición» . El puñetero niño estaba abstraído, sin remedio, en su nirvana; ése en el que él jugaba contra y a la vez consigo mismo. A mí me daba , que, fuese lo que fuese a lo que él estuviera jugando, no cabíamos allí ni yo, obviamente, porque aún no nos conocíamos de nada …, ni la Pepita Abril, aunque fuese la directora del cotarro. Entonces preguntó : «¡Hola, niño, díle a Manolín cómo te llamas!… «, y , el bolindrero , como si estuviera inscrito en su genoma, automáticamente, con aire molestillo, aunque condescendiente, tras levantar tranquilamente la mirada, bajarla otra vez a lo que le interesaba realmente y, con una voz aguda de tinte un poco nasal, respondió: «Moiselito Pérez Matas». No sabía yo la importancia que iba a tener aquel niño, poco más pequeño que yo, y al cual me acababan de presentar, para mi futuro, ni la que pudiera llegar a tener yo en su vida, ninguno sabemos hasta qué punto nos ha influenciado un alma cándida tan densa en nuestra propia trayectoria. Hoy es uno de nuestros mejores amigos, y además vive prácticamente enfrente de la casa de Pepita. Como si hubiese pasado ayer….
En la escuela de la Pepita, igual que pasaba con los olores en el ultramarinos de Agustín Arroyo, se mezclaban personas, desde niños pequeños, nunca tan chicos como en la escuela de las Frochoso, a mayores, alumnos de primaria, secundaria, incluso terciaria y algún párvulo con otros «adúlteros» (permítaseme el mal chiste) de todo tipo, catadura, familia, estrato social y ganas de aprender. Mi fuerte eran la ortografía, las matemáticas, el cálculo y la memoria, y allí se empleaban «alumnos de conocimiento contrastado y evaluado» para corregir a cualquiera de los demás, aunque fuese de mayor edad el alumno que el corrector, sin ningún tipo de acritud, todo natural… En la escuela de la Pepita Abril me crucé con amigos que allí me pasaron desapercibidos, al igual que Moisés, sin saber de tiempos futuros que vendrían a cuajar relaciones definitivamente, así, de forma absolutamente simple, y gracias a haber venido al mundo en ese pueblo, a formar parte de mi universo en expansión, y haciendo que el mío formase parte del suyo.
Había dictados y redacciones que se corregían sobre la marcha, todos lo copiábamos, se corregían uno por uno y las faltas de ortografía se copiaban diez veces, análisis sintácticos de textos, operaciones matemáticas, sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, operaciones con quebrados, problemas de todo tipo, también creo recordar que algo se cantaba, nos aprendíamos los ríos de memoria y Pepita hacía «razzias» preguntando a todos juntos capitales del mundo, bastante disciplina sin una gota de violencia que no fuera algún esporádico grito. Nunca he sentido un tumulto, la verdad es que los niños en aquel tiempo éramos muy buenos y, el que más o el que menos, venía educado de su casa, que es donde se nos tiene que educar, la escuela, digo yo, es para aprender, y si allí te corrigen, pues es posible que en tu casa alguien no lo está haciendo bien. Por esa escuela he visto pasar a Fefi Morano, Mayte Piñas, Ildefonso Perdigón, Julia Zarzo, María Santiago, Antonio Rubiales, Fermín, mi amigo Tomás «el de la portuguesa», al que le dio por acariciarse la perilla cuando lo miraba y a mi me ponía «de los nervios», no sé por qué; unos cuantos Saavedra, que vivían todos más allá de la tía Anita, mi primo Jacinto, Mari Pepa, a la que admiraba porque sabía mucho más que yo, Pedro, el de la señora Flor «Gilda», que venía por la tarde-noche, a esa escuela, después de llevar todo el santo día trabajando, encomiable ejemplo digno de admiración…. Una mañana, que no se me olvida, por la alegría de la personita en cuestión, Maribel Bernet entró contentísima para decirle a su profesora, muy orgullosa de sí misma, que había aprobado la reválida de cuarto y que le agradecía mucho su trabajo.
Tras abrir el cerrojo de la gran puerta , como todas, abierta cuando había alguien en casa, se encontraba un pasillo inmenso solado con lanchas de granito rectangulares, una tinaja de agua de beber poco más allá de la mitad, y a la izquierda, macetas con pilistras a ambos lados y, unos ocho metros al fondo, la puerta de salida al patio y a la derecha la cocina con la alacena, que, en la actualidad, aún conserva la gran chimenea en la que se seguía haciendo fuego para arreglar la comida. Las mañanas de verano era un suculento placer para los sentidos llegar del calor exterior para sentirse acogido por el fresco que destilan las piedras de granito recién fregadas, olía a limpio y acogedor e invitaba irremisiblemente a sentirse amante y amado por la realidad con la que te ha tocado bailar. Siguiendo la distribución de las casas extremeñas, las habitaciones dormitorio no tenían contacto con el exterior y daban, de dos en dos, a salas «de estar» situadas a diestra y siniestra según se entraba. Las clases se impartían en la de la izquierda, donde había entre dos y tres mesas camillas de diferentes tamaños, sería por lo de repartir la población en base a la edad o separar a los traviesos, que esos no podían faltar, claro, para que no perturbaran el orden necesario. Todos los que estuvieran recordarán aquella tarde en la que apareció, recuerdo a Alfonso Perdigón y a Pedro, entre otros muchos, en una lectura gloriosa la palabra «trolebús», acontecimiento que desencadenó uno de los accesos más grandes de carcajadas y risas comunitarias, medio histéricas, medio contagiosas, a la que no se pudo sustraer ni siquiera Pepita y que duró lo que no está escrito, porque cuando se apaciguaba el fenómeno, alguien decía de nuevo «trolebús» y la risa comenzaba una vez más desde cero y siempre «in crescendo», en plan feedback, o «circuito de retroalimentación» positivo…no nos acordaremos cuántos minutos pasaron, pero todos salimos de aquella clase con una sonrisa de oreja a oreja y sintiendo que momentos como ese si que merecen la pena el recuerdo. Pase el tiempo que pase y queden los que queden.
Un cierto verano comenzaron a hacer las clases en el piso de arriba, el antiguo granero de la casa, con los balcones abiertos usando mesas corridas y sillas. Los niños que estudiábamos normalmente teníamos la oportunidad de no perder el contacto con los libros aunque fueran vacaciones, eran dos horas por la mañana y a mí, me encantaba, era mi barrio, era mi familia, era la cultura y el conocimiento a diez metros de mi casa, y es el sitio en el que he pasado casi más tiempo que al lado de mi abuela, mama Nina, que sabía escribir su nombre, leía bien y poco más, a tal punto que, al conocer los deseos de su hija Josefa de estudiar una carrera, sentenció que «las carreras son para hombres, las mujeres son para su casa». Mi madre no estudió y yo tengo que agradecérselo, porque si lo hubiese hecho, seguramente yo no estaba aquí. Bástenos saber que la Loro es muy lista y que haber o no haber estudiado una carrera no la hace ni más ni menos lista, pero le proporciona algo muy importante: una sencilla naturalidad mediatizada solamente por su estricta moral logrosana, y una devoción católica, apostólica y romana, yo digo que mi madre es «sumisa»: «su misa de nueve», su misa de once», su misa mayor», muy, muy aderezada a su salsa y que es una persona que ha sabido «escaparse» emocionalmente incólume a mil situaciones muy dolorosas y conservar a sus ochenta y tres años una cabecita que más quisieran muchos políticos, banqueros y empresarios deshonestos a los que les dobla la edad, esos que cuanto más ganan, más manipulan para seguir ganando; y ella sin robar una sola peseta, que su ética personal, mezcla de varias éticas diferentes, como ya he dicho, se lo impide «ad vitam aeternam»: ¡¡¡para quitarse el sombrero!!!.
En esa escuela aprendí en dos años todo lo que se podía aprender en la primaria, de forma que cuando accedí con siete u ocho a la escuela, yo sabía perfectamente desde las sumas a las potencias y raíces cuadradas, y desde no cometer ni una falta de ortografía a redactar medio en condiciones. Así que, desde aquí, y sabiendo que no soy el único, me atrevo a expresarle, de la manera más efusiva, las gracias por todos sus desvelos y desearle una vida muy feliz y larga al lado de su hermana Inés, dos de las personas a las que más quiero en este mundo y que llevan toda la existencia de mazazo en mazazo, sin paliativos. Bendita sea la gente honrada y buena, y más bendita si es de mi pueblo.