«… La citada, inmunda e, incluso, innombrable «callejina «Aguilar» era un auténtico vertedero dentro del pueblo.…la callejina provocaba, francamente, asco, sin asfaltar, ni empedrar, como el mundo la había parido, llena de canchas, detritus y desperdicios, mucha gente vaciaba allí las bicas o bacinillas«[…] «los bolindres siempre se llamaron bolindres (los que venían de la capital los llamaban «canicas», ridículo» […] «… parece mentira que el cielo estrellado de verano sea tan bonito. He visto muy pocos cielos que se puedan comparar al nuestro»[…]»Juguemos al juego de mirar a nuestro alrededor ahora, en el XXI, a ver si encontramos personas con la décima parte de calidad humana.»
Por Manuel Palacios
(lectura de «MI BARRIO» primera parte)
MI BARRIO (continuación):
Más allá de la María Chaparra vivía el matrimonio Reyes, pareja de gente madura, ella con la «halda» sistemática y él, habitualmente vestido como extremeño ortodoxo progresista y con sombrero, que, como era costumbre para aliviar el peso a la joven familia de su hija, criaron a una de las dos nietas que tenían , se llamaban María y Magdalena, los padres se quedaron con la mayor en Madrid, la segunda tuvo la inmensa suerte de criarse con sus abuelos en el pueblo: otra vecinita. Siempre había problemas la noche de Santa Lucía cuando la abuela Reyes salía para decir a Magdalena que ya estaba bien y que era hora de recogerse; entonces todo se volvían pucheros, llantos y vanas solicitudes lacrimosas para dejarla «un ratino máh!!!» . Mientras vivió con ellos, todos los años, por la misma fecha, pasó lo mismo, es más: cada año que pasaba era «un poco peor», porque Magdalena era «un poco mayor».
A su lado, y haciendo esquina con la intransitable y casi innombrable «callejina Aguilar», se encontraba la casita en la que vivía la Teresa «Mentirosa», una señora a la que la vida había dejado un par de dientes y la ausencia de su único hijo , más o menos de la misma edad que las dos Chaparras y a cuyo «Inda», y es que ella hablaba mucho de su «Inda», nunca vimos por allí o, al menos, nunca me lo presentaron…El caso es que yo ocupaba muy bien el sitio de los niños perdidos de las dos, María Chaparra y Teresa. Me llevaba muy bien con la «mentirosa», también paraba mucho por su casita, me quería y me trataba muy bien, no tanto como mi abuela, pero es que hay que aventurarse fuera de casa cuando uno siente que está a cargo de su «big bang» particular cuyo único destino es expanderse y expanderse, y a mí el cariño siempre me ha llamado. Tenía un cuadro con una escena de caza que se me quedó grabada, como a fuego, en la que unos perros acosaban a un jabalí moribundo e indefenso y que me sigue impactando desde que lo ví, era como una manifestación vergonzosa del poder que detenta el poder cuando decide acorralar a los seres honestos, sean jabalíes, desahuciados o personas mayores con carnet de identidad. El caso es que la Teresa «mentirosa» era feliz simplemente acordándose de su hijo y necesitaba poco más para vivir, creo que le leí alguna carta suya.
La citada, inmunda e, incluso, inombrable «callejina «Aguilar» era un auténtico vertedero dentro del pueblo. Yo estaba advertido por mi familia para que no se me ocurriera transitar por ella, razones no faltaban, la callejina provocaba, francamente, asco, sin asfaltar, ni empedrar, como el mundo la había parido, llena de canchas, detritus y desperdicios, mucha gente vaciaba allí las bicas o bacinillas, la llegada de los plásticos empeoró la situación en la última etapa que recuerdo, había latas, siempre las mismas, que se oxidaban cada año un poco más y basura de todo tipo que se acumulaba y acumulaba sin que nadie viniera a recogerla. Por el centro, en completa libertad, salvaje y discurriendo tal como lo hizo desde el principio de los tiempos entre rocas erosionadas por la misma corriente , y no por mano humana, corría y saltaba alegre, cuesta abajo, por la asquerosa pendiente el arroyo que atravesaba la plaza de la Fuente Arriba. La casa de Pepita Abril tenía una puerta trasera de madera que, desde el patio, daba a esa «callejina»; nunca la he visto abierta, lo cual no impedía que los olores, en época estival, fuesen a veces más horribles que lo que cualquier ser humano podía soportar. Un día, y a pesar mío, me ví obligado a aventurarme de cabo a rabo, por primera vez; jugábamos a policías y ladrones y venían persiguiéndome, entré porque no tenía escapatoria, y, como no me habían visto, me adentré más y más hasta conseguir la proeza de llegar hasta el final para descubrir, con pasmo manifiesto, que estaba abierta por su otro extremo y daba a la calle Palacios. En el aventurado trayecto encontré hasta un hombre conocido haciendo aguas mayores que, incluso, me saludó como si tal cosa, me llamaba «lorino».
En la plaza, y al otro lado de la callejina estaba el embarcadero, cuyos dos portones, abiertos a distintas alturas, permitían introducir a los animales en camiones de varios tipos diferentes. Esos dos balcones, cuando no ejercían la función para la que fueron construidos, siempre estaban llenos de niños sentados con las piernas colgando, hablando, jugando, saltando o mirando al que jugaba al «viso» o los que hacían «guás» en la explanada para jugar a los bolindres, los bolindres siempre se llamaron bolindres (los que venían de la capital los llamaban «canicas», ridículo; también decían «pedo» en vez de «peo», el día que lo oí por vez primera me llevé riendo sin parar una semana ) de varios tipos, de barro, que se rompían, «cristalones» que también se rompían, pero menos, grandes, medianos y pequeños, y a veces algún «toro», tumor redondo que les salía a las hojas de los robles, esos no se rompían, pero tampoco eran fáciles de dirigir, sencillamente porque no pesaban nada, pero eran gratis, rodaban más o menos y ejercían su función. O, usando un aro con una guía, el infantil artista se empleaba a fondo demostrando sus dotes ante las chicas. Los había que recorrían el pueblo entero haciendo correr el improvisado juguete. La parte superior de los portones la formaban dos vigas de madera, para cada seno, de esas de antes, parecidas a las traviesas de ferrocarril, si no lo eran realmente, mediocremente recibidas en los postes con mampostería en plan «guarripei», así que, en cierta ocasión se estaba recolgando, afanoso de sí mismo, de una de ellas, nuestro travieso amigo Vicente «Chichibú» cuando, de repente, la «traviesa» traviesa se desprendió, cayendo al suelo, primero Vicente, bella pieza por aquellos años, y después de él, y, evidentemente, más o menos al mismo sitio, la citada viga, Le cayó al lado, si le llega a caer en la cabeza lo mata, de todas formas el susto fue «de aúpa», lo recogió mi madre, a la que también le tocó rescatar literalmente de debajo de la rueda trasera de un camión, y ese niño estuvo a décimas de segundo de ser mortalmente atropellado, menos mal que el conductor tuvo reflejos y pudo frenar, a Juan Antonio Calles «Caminero» que, durante una boda, salió del Círculo corriendo como una exhalación, esa la vi yo completa, soy testigo, se metió en medio de la carretera cuando acertaba a pasar el citado vehículo. A partir de entonces a la cortina de ese bar le hicieron nudos para filtrar niños «embalados y apresurados». Juan Antonio, luego lo digo otra vez, llegó a ser muy amigo mío y muy querido. Acaba de morir tras larga enfermedad y yo me pregunto: y si aquel famoso día no nos hubieran regalado cuarenta y tantos años más de su vida???. Es para pensar.
Ese embarcadero nos servía de cuartel general a los pequeños y de centro de reunión; todavía existe, pero los senos, al día de hoy, están tapiados. Lo vi funcionar pocas veces, lo que sí se oía era el ganado cuando estaba dentro y, después de llevárselo, a veces las vacas madres mugían solas deambulando por los alrededores, perdidas , creo recordar que incluso alguna durante noche cerrada, buscando desesperadamente a su retoño sin comprender que nunca más volverían a verlo. El mugido de una vaca que ha perdido a su amado hijo es francamente lastimero. No es buena calidad de recuerdo, a lo peor, a partir de ahora, pensaremos en eso cuando comamos carne de ternera.
Más allá, y formando parte del conjunto «embarcadero» se encontraba el molino de harina, en el que trabajaba como operario Manolo Machacante. Me he pasado muchos ratos mirándole trabajar y escuchando su conversación. Era yo muy pequeño y no son cosas de ayer, ha pasado demasiado tiempo . Sé que luego padeció una enfermedad penosa y se quedó casi sin poder andar, pero prefiero acordarme de él desempeñando su labor, llevando y trayendo sacos de trigo y harina con un transportín de dos ruedas al lado de aquella instalación toda llena de polvo blanco y que hacía un ruido ensordecedor. El mismo ruido y vibración, pero multiplicado por unos cuantos enteros hacía el molino de mi familia en el Río, ese si que me daba miedo, temblaba la casa entera, encima de la caída de la canal se sentía como… un terremoto. No he aguantado mucho dentro de la casa las pocas veces que he presenciado su funcionamiento, el ruido era insoportable y la sensación muy fuerte.
En otra de las calles que subía desde la plaza de la Fuente Arriba hacia la Sierra…o la ermita, y en la primera puerta a mano izquierda, vivía el tío Santiago «Ramplán» con la tía Pepa «Ropero», su mujer, amiga de siempre de mi mama Nina, y en cuya casa también he pasado muy buenos ratos con Josefa y Consuelo Morano. A veces venían sus primos Juan Antonio, al que siempre llamábamos Caminero por el segundo apellido, ya citado en el accidente del camión, y Santiago, el hijo del gran Valentín, que terminó de profesor en Sevilla. Más arriba, la casa de la Consuelino y Mateo Morano daba por detrás al patio de la casa de su madre en una disposición divina que permitía a las dos familias vivir prácticamente juntas por dentro y separadas por fuera a la vez.
En la calle de las Cruces, en nuestra misma manzana vivía la tía Sebastiana, siempre a su puerta haciendo punto , y un buen amiguito del que no he vuelto a oir hablar: Ulpiano. Se fue muy pequeño del pueblo y creo que en unas fiestas lo vi «racear» y ya nunca más he vuelto a saber de él. A mi padre le hacía mucha gracia, cogía una ortiga y le decía: «ortiguita, ortiguita, si me picas… eres una putita» y la apuñaba sin quejarse, yo no podía decir eso porque era un niño bueno y me tenía muy prohibido decir palabrotas porque el que lo hacía iba al infierno sin remedio, pero me quedé con muchas ganas de intentarlo.
En esa misma calle vivía Alfonso Cantalejo con su mujer, Agustina y sus hijos Alfonso, ya citado, gran compañero de juegos y gran persona que se apuntaba ya, de pequeño, creo que todo Logrosán es consciente del lujo de electricista del que dispone. Lo tengo en un alto aprecio, tiene una madera y un género que ojalá nunca llegue a extinguirse. Su hermano Diego, un poco más pequeño, no jugaba con nosotros, yo me iba a la casa de los Cantalejo a ver la tele (la tabarra que habré dado yo por no tener tv en casa!!!) Meteoro, las pelis del sábado por la tarde y un largo etcétera, la verdad era que salíamos poco de nuestro barrio, allí la diversión estaba asegurada Paqui vino mucho más tarde. Alfonso padre murió bastante joven muy rápidamente de una enfermedad mala.
Un día yo, evidentemente muy niño, estaba haciendo pipí desde mi balcón preferido a la calle y llegó una niña de la parte de la casa de la tía Pepa Ropero que aminoró el paso y se quedó mirándo hacia arriba cómo yo meaba hasta que terminé. Tanto y tanto miró que, cuando pasó por debajo (yo ya había terminado), resbaló con el pis y se cayó, rompió a llorar y se fué corriendo mientras decía «se lo voy a decir a mi madre», no la conocía, no era del barrio y nunca supe nada más de ella.
Más allá vivía la Flor «Gilda», supongo que la llamaban «Gilda» no por parecerse a Rita Hayworth, sino porque era hija del tío «Gildo», señora salada y desenvuelta donde las haya, se acercaba en las noches de verano hasta nuestra tertulia al fresco, ella sentada en el umbral conmigo, con mi abuela y mi padre en la lancha sobre una butaca de mimbre; parece mentira que el cielo estrellado de verano sea tan bonito. He visto muy pocos cielos que se puedan comparar al nuestro, a lo peor es que no he viajado lo suficiente. Mi padre me contaba las estrellas, eso es «Cassiopea», eso es la osa mayor, no la ves???… allí!!!, y yo veía un montón de estrellas, pero vete a saber cuál era la que estaba señalando él, terminaba diciéndole que sí que la veía para que no se cabreara y… santas pascuas!!. La Señora Flor «Gilda» venía a ayudar en casa siempre a la matanza , pero el resto del año también cuando se necesitaban manos «extra». Mi padre fumaba Celtas cortos las tertulias nocturnas del verano, no mucho, la verdad, luego se pasó al Ducados y después aborreció el tabaco porque le sentaba muy mal con la parálisis.
Las conversaciones de «la fresca», esa hora mágica a partir de la cual se puede salir fuera de casa en verano, eran floridas y hermosas, recuerdo que había un tema recurrente: las «proezas» del secretario, yo solamente transcribo el nombre sin saber qué querían decir con esas dos palabras: «el secretario». A tal punto contaban rarezas que yo empecé a hablar mal de ese señor sin conocerlo y mi padre me recriminó, así que decidí que esos eran asuntos de mayores y yo a lo mío, que no era la crítica en ese momento. El caso es que tenía yo muy buena relación con la señora Flor, y ella me quería también un montón. Flor vivía con su único hijo: Pedro, que sigue yendo por Logrosán y aún tengo un asunto pendiente con ella. Cuando aprobé todas las asignaturas en primero de Bachillerato, le dije que la invitaría a una cerveza y nunca encontré la ocasión, espero que me perdone allá donde esté, que no me lo tenga muy en cuenta, y que su hijo Pedro no me lleve a mal el día que lo invité a él y a su familia a vino en Cañamero y desaparecí como un vulgar delincuente para no tener que dar explicaciones. La Flor, como la señora Isabel, como mi padre y mi madre, y mis amigos, y sus padres…..»A. PEÑA, POR FAVOR: SIGA LA FLECHA»…tantas y tantas personas buenas que hemos conocido en nuestra pequeña tierra, y que eran verdaderos lujos. Juguemos al juego de mirar a nuestro alrededor ahora, en el XXI, a ver si encontramos personas con la décima parte de calidad humana...La señora Flor fue un verdadero regalo como filosofía de la vida, y su hijo otro inmenso regalo, la verdad: qué gente tan buena, tan sana y tan auténtica hemos conocido en Logrosán, y… por qué se nos va esa gente?? será ley de vida. Seguro que ella y su hijo aparecen en otro momento en mi relato.
La calle La fuente creo yo que se llamaba así porque había una de la que se podía beber, la fuente de «el conejo». Nunca llegué a verla seca, supongo que venía de la misma veta de agua que «el pocito» donde vivían los Costa. Los Costa eran una legión de muchachos, mayores y pequeños, entre los que se contaban, y seguro que se me queda alguno en el tintero, Pedrín, Blas, Miguel, María y José, vivían al lado del pocito y venían a jugar a la Plaza de la Fuente con todos los niños del barrio al mejor juego que conozco: «las cuatro esquinas». No eran cuatro , porque allí había siete y media, así que podíamos ser ciento y la madre, que no nos quedábamos sin esquinas. Se hacían dos equipos, los que eran capturados mientras pasaban de esquina a esquina se llevaban al centro y podían ser «rescatados» si alguien de su equipo llegaba a tocar sin ser cogido por ningún miembro del equipo contrario la mano de cualquiera de los del centro. Los juegos necesitan más extensión, la tendrán. Me queda hablar de Kiko Machacante y su mujer, que tenían una casa muy vieja al lado de la de Pepita Abril y al que siempre se llamó en mi casa cuando había que contar con las manos de un hombre. Me llevaba muy bien con él y con su mujer, que murió mucho antes que él dejándolo muy desamparado, solo y confundido: Pequeño, renegrío, «echao palante», con arrestos, fuerza y ganas de sobra para hacer lo que hiciera falta. En su casa tenían un telar antiguo de madera. Me acuerdo mucho de esa señora, murió muy joven y era encantadora. La señora Julia tenía otro telar y vivía enfrente, al lado de la casa en la que luego vinieron a vivir los padres del «orejas» y sus hermano Tomás y Juanito, este último trabajó con mi padre y hace mucho que no lo veo. Más allá la casa de Pepe Ribera. Por debajo y antes de la fuente del Conejo, donde está ahora la casa de mi amigo Moisés vivía un señor (Loro?) al que se le quemó un día la casa. Quiero pensar que todos los vecinos echaron un cable a ese hombre para ayudarlo, porque se quedó sin nada, mi padre me llevó a ver la desolación que queda después de un fuego que lo destruye todo, el pobre señor lloraba amargamente. En aquel tiempo no había seguros, y si los había no eran accesibles para la mayoría de la gente que batallaba a diario en Logrosán con el fin de subsistir haciendo de todo. Por ejemplo: había uno que pasaba de vez en cuando a pedir, se llamaba Kiko «Panta», pues el tal Kiko «Panta» se llevó mi chupete, o eso fue lo que me dijeron, y anda, que… ¡¡¡no lloré yo de impotencia acordándome de semejante abusón!!!. Haciendo esquina , al lado de la casa de la señora Julia había una cuadrita con un palo de la luz . Cuando volvíamos con el cuatro latas del cine si veíamos un gato en la plaza mi padre aceleraba, lo perseguía le daba las largas casi hasta pegarse con el palo sólo por verlo trepar a velocidad de vértigo para huir al tejado.
Manuel Palacios