LAS ESCUELAS NUEVAS. DON MANUEL MONTES Y DON VICTORIANO VERDÚ NAVARRO.
Manuel Palacios
En las Escuelas Nuevas había un director al que nadie que lo haya conocido, haya sido alumno, profesor, padre, empleado o simple miranda, podrá olvidar nunca: Don Manuel Montes, pedagogo de complexión fuerte, hermoso de cara, alma y cuerpo, presencia de actor de cine con una voz de barítono bajo bien timbrada, muy abundante en armónicos de la zona grave que proporcionaban azul de terciopelo oscuro a su exposición, una potencia envidiable y proyección sin esfuerzo que , de seguro, le había proporcionado el sano ejercicio vocal de muchos años dando clase a tanto niño como pueda uno imaginarse, y que pasaron bajo su manto. Inspiraba respeto «per se», y sin siquiera proponérselo, tenía fama merecida de ser el mejor maestro que había pasado por esas escuelas; a mí nunca me dio clases. Muy apreciado por sus colegas, disponía de un halo carismático que lo hacía inmune a cualquier tipo de maledicencia o crítica, además de que, como persona, estoy absolutamente seguro que le resbalaba cualquier malintencionado comentario sin poder herirlo, ni siquiera hacer mella en su integridad. Doña Inmaculada, su media naranja, física y moralmente a la altura de su marido, conformaban una hermosísima pareja, era profesora, y también muy buena. La mejor prueba de la grandeza de un matrimonio se puede medir por la grandeza de sus descendientes, y viceversa absoluta, en este caso todos sabemos y conocemos la madera de la que están hechos sus hijos, gente buena, honrada y de talla humana considerable, me consta. El espíritu de estos dos seres excepcionales, a los que hemos tenido la suerte de disfrutar de cerca, impregnaba el edificio entero y planeaba entre los alumnos, de los que eran ambos muy queridos. Los otros profesores hablaban de Don Manuel con reverencia, eso se nota, lo notábamos todos, y, cuando alguien dispone de ese halo de autoridad y prestigio profesional, es porque , como persona da una talla de humanidad realmente alta, sea o no conocido, salga o no salga por la televisión, publique o no publique.
El entrañable edificio de las Escuelas Nuevas sigue sirviendo actualmente para lo mismo que servía hace cuarenta y cinco años. Atravesando la puerta de atrás se subía a las clases del ala este, mediando dos tramos de unas amplísimas escaleras con una barandilla preciosa de pasamanos liso por el que se deslizaban sentados sobre él, los más atrevidos, del plano superior al inferior. En el primer piso la escalera continuaba hacia un teórico piso superior, por una escalera modestita, había una puerta, a veces estaba abierta y subíamos, sabiendo que no estaba permitido, pero el morbo es el morbo, y los niños (yo no) somos muy atrevidos por pura inexperiencia. Allí he visto una máquina de escribir antigua y un casco de la época de la guerra, era pero sólo se veían cañizos de los techos inferiores mal terminados, porque no eran vistos. Si andabas por encima la derecha se encontraban dos o tres aulas a los lados de un breve pasillo, pero la mía, la nuestra, era la pequeña de la izquierda. Como he pasado allí tres años enteros de mi vida se me ha fijado para la posteridad. Tres filas, en cada una dos o tres pupitres de madera de dos puestos con tintero y rebaje para los lápices o bolígrafos incluídos, la mesa del profesor al fondo a la derecha, el encerado en el centro y un armario a la izquierda. La pared de ese mismo lado también daba al exterior y poseía dos grandes ventanales, cada uno con dos hojas de madera, que permitía a la luz del sur entrar a raudales y ver el hermoso patio de las escuelas, con dos campos de fútbol y unas ocho moreras enormes que habían plantado otros alumnos en otros tiempos, creo haber oído que Tomás Muñoz fue uno de los que las sembraron.
Don Victoriano era un hombre, a la sazón, pequeño, moreno, vivaz y dicharachero, con una gran alopecia «seborreica» típica de ciertas masculinidades floridas y que va más o menos ligada al nivel de testosterona. Era buen maestro, lo decía mi padre cuando le contaba las cosas que hacía y lo que hablaba en la escuela, y es verdad, en todos sus alumnos dejó imborrable huella, como todos somos diferentes, en unos más que en otros, claro. Nos ha pasado de todo con él. Tanto…que no sé muy bien cómo comenzar. En mi clase estábamos entre otros, me vais a perdonar los que no seais citados: José González Rubio, Jesús Casero Yelmo, Juan Francisco Caminero Calles, Juan Lozano (actualmente dueño del Berilo), José Jiménez al cuadrado, un señor encantador muy conocido, igual por su trabajo ligado al Ayuntamiento que por su afición al mundo del músculo y de las artes marciales, Juan Pablo Fernández al cuadrado, Eugenio, Emilio Todón Masa, que tenía que recorrer cinco kms desde el río para venir a la escuela y otros cinco de vuelta todos los días, y muchos otros más. Me supe la lista de memoria mucho tiempo, nos la sabíamos todos, porque se pasaba lista siempre al principio de la clase, el maestro decía, por ejemplo: » ¿Manuel Palacios?» y yo contestaba «¡Loro!», así con todos. Alguna vez uno que hacía novillos dejó dicho a otro que contestase por él y, queriendo hacerlo bien e imitar otra voz, se descubrió el pastel. Le cayó un buen puro en ese momento, no al que faltaba, cualquiera sabe en dónde andaría, sino al sustituto , que ya estaba allí de cuerpo presente, y al novillero, otro puro la próxima vez que apareció por el aula.
Teníamos un libro solamente, se llamaba «Unidades didácticas», en él se encontraba todo lo que teníamos que aprender de todas las materias, incluso Religión. Según ha ido pasando el tiempo los niños se han ido encontrando con más y más libros llenos y más llenos de fotos… de todos los tamaños, y a este respecto debo citar a mi admirado Federico Volpini, con el que comparto vino o birra de vez en cuando, su frase no tiene desperdicio y es, simplemente, genial: «Una imagen vale más que mil palabras, pero una palabra puede suscitar más de mil imágenes», esta «plaga de libros y cuadernos de ejercicios» que evitan la copia al dictado de los deberes y problemas con la que se trabajaban a la vez las mates, la caligrafía, ese nobilísimo y envidiable arte, qué bonita es una escritura bonita, y la ortografía, a causa del interés económico de los fabricantes y la connivencia con los políticos de turno que amañan con las editoriales lo que hay que comprar o no cada año para la escuela pública y luego, a lo peor, no tengo pruebas, pero ya nada me extraña, repartírselo entre las partes sin que les importe a ninguno si los niños deben llevar una maleta de libros a diario ni si tienen fuerza y estructura en condiciones para cargar con ellos, así como sin preguntarse si los padres disponen del dinero suficiente para subvenir a todos esos gastos. Veleidades por las que nuestro particular y sucio capitalismo, en versión española sutil, es decir: flagrantemente nepotista, pagará tarde o temprano. Recordad: todo el mundo crece, y hay muchos proyectos de adultos en estos tiempos que van a desarrollarse y nunca van a olvidar; frase de niños es ….Ahhhh «Santa Rita, Santa Rita, lo que se da no se quita», pero ¿y lo que se roba????…¿con lo que se roba pasa lo mismo ?????. Vamos, la frase después de cuatro años de crisis quedaría muy mona: «Santa Rita, Santa Rita, lo que he robado nadie me lo quita». Así está mejor. Por cierto, mi mama Nina se quejaba amargamente de que ella había pedido para los «pobrecitos de Rusia» cuando era pequeña (nació en 1902), luego, con la guerra, los rusos se llevaron el oro de Moscú, y después de la democracia, Felipe González volvió a dar un pastón como ayuda, no recuerdo a cuento de qué, el caso es que mi abuela decía que toda su vida había estado dando dinero para los rusos, mira tú, qué pozo sin fondo, debería pensar. Se murió sin saber que, lo más seguro es que con lo recaudado para los «pobrecitos de Rusia» antes de la Revolución bolchevique, se quedara el «Urdanga» o el «Barce» de turno, sin dar oportunidad a la suma de pasar ningún tipo de frontera, pero entonces no nos enterábamos de nada, por desgracia.
Con ese único libro, un cuaderno que servía para todo, lápiz, sacapuntas y goma de borrar , repito: qué bien olía la Milán de nata, creo que nunca tuve de esas por entonces, cuando alguien traía una, se inundaba el aula de un olor a ¿felicidad discente?, nos apañábamos perfectamente, no conozco ninguno que haya salido con un pelo de tonto de aquella clase. Leíamos todos por orden un libro de Noël Clarasó titulado «Quiero ser tu amigo». Aún recordamos las historias de Juan y Luis, uno era muy bueno y el otro muy malo, allí donde se fuerza el maniqueísmo hay que preguntarse la existencia de «manipuladores de morales y éticas», tengo el libro, lo guardo como un tesoro. No creo en los niños malos, sino en los «reveníos» como respuesta a actitudes de la sociedad, entorno próximo, familia y escuela irrespetuosas con su evolución y lesivas para el ritmo de maduración de cada alumno, que es siempre diferente porque cada niño es un mundo distinto. La sociedad, la escuela, debería respetar todo lo respetable, que siempre es mucho más de lo que parece . Ese libro: «Quiero ser tu amigo» no destilaba ya el mismo olor rancio de conceptos, ideas y ganas de comer el tarro que la enciclopedia Álvarez, dibujos muy sencillos y textos facilones de comprender muy bien escogidos para servir a los altos ideales del régimen en vigor, guiada por el objetivo de formar espíritus nacionales que diesen la menor guerra posible y aprendieran mucho, pero no a pensar por sí mismos, los que piensan por sí mismos, sin adoctrinamiento, son muy peligrosos para cualquier régimen no democrático, y me temo que la democracia tampoco cambió tanto las cosas, en este país somos buenos y malos, ya lo sabeis, nos lo han enseñado desde la escuela y han usado siempre el miedo. Si es verdad que, indirectamente, «Quiero ser tu amigo» también tenía su «carga de profundidad» de rigor en esa ética y moral que le viene bien a la «homogeneización del pensamiento», en román paladino «ganas de comer el tarro a perpetuidad», ya citado , más que nada para «unificar criterios y uniformar ideas y morales», y también hemos dicho que los estamentos que detentan el poder en sociedades poco evolucionadas políticamente, no son capaces de permitir al ser humano (y los niños son un ser humano en evolución «se empapan como una esponja» de conocimiento, del bueno y el malo, de lo mejor y de lo peor, a la velocidad de la luz) una evolución, aprendizaje y maduración en libertad . El problema es que, para uniformar conductas, morales y éticas, se necesitan muchas normas y muchas reglas, y cada vez más; porque la gente (tú, y yo, y todos, somos esa gente) no es capaz de comportarse lo mejor posible con el sano objetivo de ser gobernados por los que se arrogan el derecho de pernada de «gobernar» con el menor esfuerzo posible, y es que eso de gobernar debe de ser algo muy cansado, ya lo decía Franco: «Dadme un pueblo de incultos, que yo los gobernaré», un pastor puede llevar trescientas ovejas…si no piensan por sí mismas, claro.
A diario nos mandaba trabajo y había que estudiar en casa, luego leíamos la lección todos y después el profe nos hacía preguntas sobre el tema . Para eso formábamos en círculo y sin libros. Si una pregunta no se contestaba o se fallaba, el preguntado se apuntaba una, el siguiente tenía que contestar a la pregunta que no había respondido el anterior o a una nueva, si fallaba se apuntaba una, y así sucesivamente, hasta que se terminaban todas las preguntas del bloque. Al final Don Victoriano iba preguntando uno por uno: cuántos fallos?. Había que contestarle correctamente, porque me parece que se acordaba bien, y no era persona de dejar pasar una, en mi cartilla tengo aún las puntuaciones de las materias: matemáticas…8,73 ; Lenguaje…7,28 y así sucesivamente. En fin: a la hora de las cuentas preguntaba: ¿cuántos fallos has tenido? e íbamos siendo interpelados uno tras otro. Si decías , es un ejemplo, «cinco», la siguiente siempre era la misma: ¿las quieres enteras o «repiqueteás»? si las querías enteras cada una era como un aplauso entre las dos palmas de sus manos, los brazos se abrían con arco de treinta a cuarenta centímetros dependiendo de la propensión a la misericordia con la que se hubiera levantado ese día; al extremo de cada brazo la mano abierta con los dedos juntos en formación de castigo y que caían a la vez sobre el rostro dejando la pobre cara del pobre alumno en el medio, el resultado es que la cara golpeada casi no se movía, prácticamente, entre los dos golpes antagónicos que caían con fuerza parecida, cinco fallos, cinco aplausos faciales. Si las querías «repiqueteadas» (léase todo con acento extremeño normal y corriente) alternaba las manos usándolas contra la cara del alumno sin patrón fijo, daba una con la derecha, amagaba con la izquierda y soltaba el trallazo con la derecha o daba cinco a la vez con la derecha y, si a la sexta girabas discretamente la cara te arreaba con la izquierda, es decir: no había por dónde esconderse, si te escondías te caían dos o tres más. La picaresca estudiantil intentaba diseñar estrategias que ahorraran sufrimiento, los había que decían que las preferían enteras, porque se lo habrían merecido (ese era yo, a mi me dio poco, pero me dio), estábamos aprendiendo el sutil arte de la «indefensión aprendida por imposición del poder establecido», había otros con más imaginación, que las pedían «repiqueteadas» por sistema, decían que daba mucha menos canela de esa forma. El caso es que galletitas o galletazos, con gran arco de cuarenta centímetros, y estos últimos cabía esperarlos cuando se quitaba el reloj (esta reflexión de buen observador se la debo a mi buen amigo José González Rubio) antes de sentarse, eran asunto diario. Es verdad que, a veces, por la tarde, estaba un poco de peor humor, es normal, la hora del yoga español para un nativo es sagrada, para un extremeño, mucho más sagrada, sin embargo, esos estamentos que tantísimo se preocupan de que disminuyan los accidentes en las carreteras poniendo más multas que Calígula en sus tiempos más psicóticos no parecen darle la importancia que realmente tiene. Y es que España tiene que ser como Europa, pero yo me pregunto: ¿cómo vamos a ser iguales a los demás europeos, queridos, (que esto de la homogeneización no es privativo de este país, en Suiza y Alemania creo que es mucho peor) si por ahí no están ni siquiera iniciados en esa noble disciplina que tendría que ser respetada como uno de los derechos humanos más elementales e importantes?. Aclaro: lo de la siesta es válido para adultos avezados, para los niños es un tiempo de sentirse libres, del cese de la vigilancia por «el poder familiar», así se convierte en tiempo mágico, leas, te diviertas sólo o bien acompañado, o, simplemente, te dejen en paz hasta que vuelvan a ponerte el ojo encima con esa mala h…que se les pone a todos y todas después de la profunda, y, a veces demasiado corta, desconexión reparadora. Hablando de los niños, creo que el entusiasmo de poder sentirse sin vigilancia les anula completamente a partir de cierta edad las ganas normales de echarse después de comer.
Don Victoriano Verdú Navarro, todos sabemos cómo se llamaba y con los dos apellidos, era de Tornavacas. Cuando hablábamos del río Tajo, no se nos podía olvidar, arriesgandonos a un par de «enteras» o tres «repiqueteadas», la frase: «el principal afluente por la margen derecha es el Jerte, que pasa por Tornavacas». En clase de música, como no sabíamos solfeo ni él ni nosotros, grabábamos en un cassette a toda la clase cantando, uno por uno, luego lo escuchábamos. Recuerdo «La felicidad ah ah ah ah….!!!!! de sentir amor, oh, oh, oh, oh y etc…» y a mi, que me daba la risa floja cuando oía mi voz, amplificada o grabada,porque no se parecía en nada a la que sentía yo cuando hablaba, en aquel momento, nunca hubiera podido imaginar que aquel fenómeno sería tan importante en la enseñanza del canto, al menos la técnica que pretendo enseñar a quienes se acercan a mí en la actualidad para educar su voz.
Ya metidos en asuntos de grabación, me veo obligado a contar la primera vez que oí mi voz grabada en un magnetofón, que así se llamaban. Era un anochecer en la Fuente Arriba, José «Carota» me encontró por la calle o vino a buscarme a la casa de la Pepita, yo pasaba allí casi más tiempo que en mi casa. Él era unos años mayor que yo, asistía también a la escuela de Pepita y teníamos la confianza necesaria porque éramos parientes, a ver si me sale: «sobrinos de primos segundos». Me llevó al interior de la casa de la señora Julia, enfrente de la de Pepita Abril, y cuando llegué vi un aparato con dos ruedas y una cinta sin fin enrollada, una de las ruedas se llevaba la cinta que le iba faltando a la otra, porque rodaban las dos en el mismo sentido y a la vez. Me dijo: «dí algo»….socorrida frase, porque se impone la respuesta: «…y ¿¿¿qué quieres que te diga???»….. El caso es que después lo paró, le dio a otra tecla y aquello se puso a ir deprisa hacia atrás, otra tecla y las cintas empezaron a rodar al mismo ritmo que rodaban mientras yo hablaba, pero ahora se podía escuchar: «dime algo…» , eso era lo que había dicho él, y era su voz, pero luego escuché «…..y qué quieres que te diga???» pero lo que yo oía era una voz de pito supersoprano infantil que bien se le podría adjudicar a un niño repelente. Y ÉSE ERA YO?????…. Lo intentó otra vez, sonaba igual o peor, qué voz tan horrible….cómo podía alguien soportarme cuando hablaba????. Me tuve que rendir a la evidencia, pero la risa, la vergüenza y la sorpresa, eran como un plato especiado, algo sustancioso como para dar de comer a un regimiento de artilleros, grandes emociones de la vida. Seguimos y seguimos grabando las voces, yo a él lo oía igual, pero cuando «le tocaba a mi grabación» seguía despotricando en mi inmenso interior diciéndome, para asegurarme, que aquello no podía ser verdad. Nunca he soportado oír mi voz grabada, ésa fue mi primera experiencia, luego ha habido muchas más ocasiones. Odio oir una grabación de voz mía, odio oirme, no pude soportarlo hasta hace unos años, nunca es tarde si la dicha es buena, ahora soy más ecuánime y menos pretencioso. He visto hace poco un documental precioso en el que unos exploradores localizaban un grupo de salvajes en la isla de Nueva Guinea, grupo que nunca había visto un hombre blanco, les hicieron fotos para enseñárselas posteriormente, y les grabaron la voz para después hacérsela escuchar….Pues yo me identifiqué de cabo a rabo con cualquiera de los salvajes, más aún: con los más sorprendidos al escuchar su propia voz….»¿Ese soy yo…????». Pues sí, era más o menos la misma cara de asco mezclado con estupor que puse yo aquella famosa tarde.
Don Victoriano tenía una novia, también maestra, daba clases en la finca «Ballesteros», nunca la conocí, lo que sí supe, veleidades del destino, es que Don Victoriano vivía en la casa, muy bien conocida por mí, de Isabel y Gabriela Frochoso con el maestro Juan y un día me llamó para preguntar si conocía a aquellas dos señoras…Cómo no las iba a conocer, pero aquello formaba parte de otra etapa de mi vida y yo era muy celoso de mi intimidad. Después de preguntarme un par de veces si las conocía le dije que eran «la Isabel y la Gabriela»…., respuesta que no sentó nada bien en mi casa, la historia llegó a los oídos de mi madre y me pidió unas explicaciones que no pude darle, porque no tenía argumentos. Para mí, yo había sido la víctima de una encerrona, y la víctima de una encerrona, pues es solamente eso: víctima de una encerrona. Es como esos juegos horrorosos de preguntarme a quién quería más, a mi tío Alfonso o a mi padre. Cómo se puede preguntar eso a un niño en presencia de los dos citados???. Es absolutamente inhumano, no tiene perdón de Dios, Excusadme que no os cuente la respuesta, y, jóvenes, excusad a los adultos por preguntarlo, si alguien lo lee que no se le ocurra hacérselo a ningún hijo de nadie. Ha sido la primera gran confrontación de sentimientos, deber y apariencias que conozco, y no sé ni siquiera cuántos años tenía, pero sigo pensando que es una pregunta muy traidora y muy de mala fe. Hasta he olvidado la persona que me las hacía, porque fue asquerosamente desagradable para mí. Parece que, a veces, los adultos tienen menos corazón, entendimiento y empatía que un puñado de altramuces, de esos que tanto le gustaban a la Teresa Mordijuye.
Con Don Victoriano estuvimos dos cursos, yo ya llevaba un año antes en esa clase, que era la última antes de pasar al Colegio, me pusieron ahí, como ya he dicho, porque es que yo sabía de todo, y repetí el mismo año tres veces. Don Victoriano sugirió a Don Manuel que yo estaba muy adelantado (jugaba muy mal yo al ajedrez , pero conocía los movimientos y podía resultar entretenido ganarme, cuando jugábamos, solía ganar Don Victoriano) y que me hiciese una prueba a ver si me podían enviar a un centro para superdotados. Entonces me metieron en una habitación solo con un examen en el que, para solucionar aquellos problemas, yo no tenía suficientes datos. Si no sé, y nadie me ha explicado, cómo se calcula el área de un rectángulo, el examen, como prueba no es justo, pero el resultado si lo fue. Es de justicia que no se tome a un niño «un poco más despabilado» como superdotado, que lo arranquen de su entorno y de su familia para llevárselo a…quién sabe dónde???…y hacer de él un mono de feria al objeto de sangrarlo luego hasta la irreverencia. Sólo puedo dar las gracias a la persona que impidió aquella bonita idea que tenía como reverso un proyecto de desatino arriesgado, y estoy prácticamente seguro de que fue Don Manuel Montes. Desde este plano existencial le agradezco lo que nunca estará escrito esa decisión salomónica, porque creo que hizo lo correcto, lo indicado y lo más sabio. Yo seguí repitiendo el mismo año tres veces hasta entrar con 10 añitos (como todo hijo de vecino) después de aprobar el examen de ingreso, que era un «coco», al Colegio Libre Adoptado de Logrosán.
En cierta ocasión, es que aún me río, se nos pidió que aprendiésemos una poesía con una semana de antelación para recitarla delante de la virgen, yo, «echao palante» y sin tembleque, decidí aprenderme de «péapá» una especie de oda de cinco cuartetos, perdonad la poca concreción, ha pasado mucho tiempo. La mayoría decía la jaculatoria «salvavidas», ¡ejem!: «Como soy tan pequeñito y tengo poquita voz, yo sólo puedo decir: «¡Viva la madre de Dios!», y allá iba yo con mis cinco o seis cuartetos aprendidos en la fila, cuando me faltaban tres para llegar empecé a pensar que a lo mejor aquello estaba cosido con alfileres, que, mira tú lo que pasa con la malhadada y retorcida memoria cuando la obligas a aprender algo que a ella no le parece bien, como si fuese mi dueña. Me llegaba el turno, llegaba y llegó: me quedo de pie ante la imagen de la virgen, inhalo para comenzar y según inhalaba intentaba recordar a la vez la primera palabra….imposible. El principio es la mitad de la empresa, después de tamaña inspiración que calculo de más de cinco segundos creo que los que estaban, estaban, y cada vez estaban más pendientes, así que lo solté de carrerilla: «Como soy tan pequeñito y tengo poquita voz, yo sólo puedo decir: «Viva la madre de Dios!». Vaya por delante que si le ponías un poco de entonación, como si lo estuvieras declamando en una tragicomedia del Siglo de Oro o anterior a ese glorioso siglo, al obnjeto de suscitar pena, quedaba incluso para que te dieran dos perras gordas a la puerta de una iglesia. Ahí aprendí que los nervios le juegan muy malas pasadas a la memoria. Aún estoy en la escena de un teatro de Ginebra cantando el Piquillo de «La Pèrichole», un aria tierna, con poquísima luz, porque estaba en una cárcel (el personaje, no yo), avanzando, como si estuviera en Bavia, lenta, muy lentamente, hacia el centro de la escena para sentarme al borde y cantar allí mi aria, mi coleguita Michel Dumonthay dirigía la orquesta , un paso, dos, todo muy interesante, pero es que no me acordaba de la puñetera primera frase…llego a cuatro metros y le digo «sóplame» por lo bajinis y en francés. Desde la penumbra lo veo desdibujado, perdido en su Universo de bellos sonidos y absolutamente enfrascado en catalizar musicalmente los compases de introducción para mi aria, me siento a tres metros y le repito «sóplame» más bien de mímica, estábamos en una representación. Con el mismo tono de voz del que se despierta de una siesta «revenío» va el capullo, me mira y me dice, sin dejar de dirigir, y también por lo bajinis: «¿qué?» todo en francés, oye; casi lo estrangulo allí, delante de sus músicos. En el último momento apareció la primera palabra y ya no hubo problema. Entre nosotros, cuando un cantante olvida un texto mientras canta a veces no lo puede salvar ni la Virgen de la Caridad del Cobre, porque todas las palabras dependen de la anterior, gracias a Dios que, igual que un principio básico para el que empieza a cantar es «antes de morir: respirar», según mi gran amigo Jacques Calatayud, él se llama así de verdad, existe otro principio básico: cuando se te olvida la letra de un aria siempre podrás recitar el catálogo del Corte Inglés, pero nunca te calles. Luego se lo comenté a Dumonthay, como disculpándolo, ya se me habían pasado las ganas locas de estrangularlo, fíjate, como si él tuviese alguna culpa de mi enganche de memoria….¡he cometido el error de echar la culpa de todo lo malo que me pasaba al «empedrao»!, ya que yo estaba fuera de toda duda en lo que a mí respecta. Menos mal que me he dado cuenta después. En la misma representación me suspendían del techo del teatro con el fin de elevarme poco a poco; yo tenía que llevar el acto entero un arnés de alpinismo bajo mi traje, arrastrarme por el suelo, bailar, y, evidentemente, no paraba de cantar. En un momento dado y oculto por el coro, aparecía otro Michel, al objeto de engancharme desde atrás la cuerda con un mosquetón al extremo en mi arnés, momento culminante con toda la compañía chillando y rebosante de energía («il grandira, il grandira, il grandira car il est espagnol ño ño ño ño ño ño ño» tontería de Offembach que se puede traducir por «Y crecerá y crecerá y crecerá porque es español ño ño ño ño ño ño ño»)con coro y tutti , y quisieron las musas malas que, a dos metros del suelo se empezó a torcer la cuerda muy lenta, pero inexorablemente, mientras yo cantaba a pleno pulmón sin poder hacer nada por remediarlo, el asunto habría quedado mucho más espantoso, creo, que para más INRI, me iluminaban con un cañón de luminotecnia. El protagonista terminó el mejor número de la obra cantando más o menos bien, pero completamente de espaldas al público, en el ensayo había funcionado. No quedó ridículo, sino genialmente ridículo, los directores de escena tienen a veces cosas como para salir corriendo.
Me quedan en el tintero dos anécdotas de la escuela, una fue en una hora de música, que aquello era tremendamente divertido, porque música no sé, pero cachondeo y risas no faltaban, me puso a cantar un villancico que estaba de moda, lo interpretaba el gran «Raphael», en casa de Pepita, Inés y Luisa tenían una foto suya puesta en la puerta superior del aparador. «El Tamborilero», traducción del original inglés «the little drummer», hacía furor, todos los arradios la cantaban unas cuantas veces al día, y yo la escuchaba en uno de los programas preferidos de mama Nina: «Peticiones del oyente» patrocinado por Enrique Busián, Mayor 6 piso primero, y recuerde: «Enrique Busián no tiene puerta de calle». El caso es que, además, de tanto oir la misma canción a diario, me la sabía, mucho mejor, mi padre se había comprado el disco de Rapha de 45 rpm, discos que aún no se llamaban «vinilo», a lo «progre» y, menos mal que no han terminado por llamarlos «analógicos», hay especímenes humanos con derecho a opinión y un fondo de hortera con vocación de pedante total que mueven, no se sabe muy bien si a risa o a compasión. Vaya por delante que cada uno es muy libre de expresarse como le venga en gana, lo de «vinilo» me enlaza sutilmente con el «trolebús» de la escuela de Pepita. El caso es que yo me sabía la canción de cabo a rabo y a Don Victoriano le gustó tanto que en una reunión de todos los grupos escolares con todos los maestros en el aula de Don Carlos Sicart, me propuso que lo cantara para todos, no he necesitado nunca que me den cuerda, es más, me siguen proponiendo que cante cuando me ven de copas…Cada vez menos, que luego los mismos se quedan diciendo …has visto? este está como una p..c… Y yo digo muchas veces para mis adentros una frase del marqués (habrá para él, claro): «no os riais, no os riais que os reís de vosotros mismos», traduzco: «no os riais que os reis de vuestra propia ignorancia». En fin, que salí y canté, alguno tiene que recordarlo, lo que me hizo gracia fue que se callaron todos los compañeros, y yo iba pensando, jo!…y me está saliendo bien!!. . Es la primera vez que canté en público, y no me puse nervioso, como me he puesto tantas otras veces después. Los niños tenemos mucha seguridad, pero la historia nos la va robando a base de bofetadas e indefensión aprendida, nadie lo sabe todo, pero hay mucho maestro de vida que te enseña a sacar las uñas para defenderte contra él. Me dan lástima, pero a lo mejor evolucionamos gracias a ellos. No los quiero cerca, huyo su compañía. Cuando terminé, y después de un aplauso más o menos nutrido, oí claramente a otro maestro hablarle al mío: «Victoriano, si me lo hubieras dicho, yo tengo el disco en casa y podría haberlo traído para oirlo», ni me fue, ni me vino, la frase habla por sí misma. Muchos años más tarde fui invitado al campamento de lectura del Señor Scott, dirigí el coro y canté, ya de forma mucho más profesional «La balada de Kleinzach» de los cuentos de Hoffmann escenificada para los niños del campamento y, curiosamente, en la clase que estaba justo bajo aquella en la que canté el Tamborilero.
Permitidme un dislate: el asunto de la música para escuchar y para bailar enlatada y a distancia de botón, metió ese inmenso arte de jugar con los sonidos a disposición de las grandes empresas que, rápidamente vieron una manera de obtener cuantiosos beneficios, y algo que se ata al dinero de esa forma está condenada al dinero y a la especulación, que no a la calidad. Entre otras, ha sido una de las causas del deterioro musical a todos los niveles mediatizado por especuladores sin piedad, a la vez que depredadores de pobres artistas, se llamen Whitney Houston, Michael Jackson, María Callas, Teddy Bautista o Ramoncín, que se ven obligados a hacer de todo para poder sobrevivir manteniendo una auténtica legión de impresentables que van desde el representante hasta los críticos, a los que muchas veces hay que sobornar para tirar adelante. La lírica y la clásica, con su tufo eterno a terciopelo de cartón piedra, no escapan a la mercantilización, y , a pesar de su boato, van en el mismo barco, pero en clase Business porque mueve mucha más pasta, ya se sabe que «toda forma de poder corrompe, el dinero da el poder, el poder absoluto corrompe absolutamente». Por si fuera poco, en los últimos treinta años apareció otro tipo de intermediario en la injusta trama: el político sin escrúpulos propenso a la corrupción que amaña conciertos y quiere ganarse un «pequeño pelotazo de comisión». Me da mucha pena el emputecimiento obligado del artista en esta sociedad que toma a las personas como objetos de usar y tirar. Allá ellos con su actitud….yo ni soy puta ni me vendo al mejor postor, sigo cantando y no voy a dejarlo, si me pagan…bien, y si no…canto para mis amigos y para la gente que me quiere. La música y el arte vocal son uno de los «leitmotif» de mi vida y los tengo en un sagrario que se encuentra acolchado con el más profundo respeto, Beethoven decía que la música era el aliento de Dios y creo que tenía razón, quien trafica con cualquier arte trafica también con el sustento del artista, y es considerado por mí como el que trafica con personas, actividad, para mi ética, pecaminosa al 100%, música, voz y aprovechados vendrán a visitarnos más veces.
Otra, ésta absolutamente clásica, y siempre originada por nuestro maestro, nuestra pequeña clase se encontraba llena y había gente que no era de nuestro curso, estaba presente José María Orellana, una de las personas más inteligentes que conozco, que venía uno o dos años por detrás. Apareció Don Victoriano y, para dar los buenos días, nos propuso un juego: el que sepa la pregunta que voy a hacer, que se levante, simplemente, pero luego, como no la sepa, ya sabe a lo que se arriesga. Necesito organizar el decorado: todos los puestos de pupitres estaban ocupados ese día, creo que había además otros profesores en la clase. El juego, al que jugabas quisieras o no, comenzó. Alzando la voz, expuso la pregunta: «Presente de indicativo del verbo «amar». Al escuchar aquello, todos los alumnos, como un solo hombre, se levantaron, todos los asientos quedaron en posición vertical y el sonido fue estrepitoso, más o menos un forte al unísono, es que nos hizo …mucha gracia. Quedamos en posición de firmes y bien estirados, incluso algunos con la barbilla apuntando al crucifijo, después de tan fragoroso ruido. Él paseó la mirada observando las caras en profundidad durante unos instantes , se adivinaba tras sus ojos un brillo especial, precursor de una especie de sorna casi indetectable; a continuación, y con el mismo tipo de voz, como sin darle importancia, siguió con la pregunta: «Voz Perifrástica», el mismo fragor se escuchó, porque todos a la vez, sin excepción, nos sentamos a toda prisa. Nadie fue castigado, nos reímos tanto que creo que todos los que asistimos lo tenemos en mente. Respuesta para ávidos de conocimiento: «Yo he de ir, tú has de ir, etc…» me lo dijo Orellana dos días después.
En otra ocasión decía: y ahora vamos a echarnos la siesta….y todos a dormir encima del pupitre sin que se le ocurriera a nadie hacer ruido. Casi todos los años aparecía un señor distinto que vendía álbumes para coleccionar cromos, eran los de «Maga» y los de «Vida y Color», lo de los cromos era un mercado, las niñas, curiosamente, creo que no estaban muy interesadas, pero para los niños eran un aliciente, un vicio puro. Andrés de Miguel Astudillo, ya en el Colegio voceaba en el recreo: «¡¡¡Compro, vendo, cambio, estafo y robo cromos!!!». A todos nos faltaban los mismos siempre, empresas que usan niños para medrar…son muy listos, tardé mucho tiempo en comprender lo que era «la factoría Disney», me abrió los ojos mi mujer, ahora me parece…simplemente inhumano, pero me lo he pasado muy bien con sus personajes y con las películas.
Una tarde Don Victoriano mandó no recuerdo bien a quién a comprar tabaco, a los veinte segundos envió a otro para que lo vigilara y lo espiara sin que se diera cuenta el primero, y luego a otro, y luego a otro, a mí me tocó después de Eugenio, pero ya iban cuatro o cinco. El resto estábamos a la ventana doblados de la risa, porque los tres primeros se tomaban muy en serio la labor, imagínese la caravana de seis os siete chicos escondiéndose cada uno para que no se enterara el de delante y siendo vigilados, a su vez, sin saberlo, por otro que han mandado detrás.
La última, Doña Inmaculada, seguramente después de algún acto intelectualmente vandálico del protagonista de ésta, le dice: «Mateo, tu eres tonto???» a lo que Mateo, que todos sabeis que es Pedrero, contestó instantáneamente: «a ver, señorita, yo ¿qué culpa tengo si a mi madre no la vacunaron contra la rubeola?»; simplemente GLORIOSO.